Vivo en este gran edificio desde hace cinco años. Me ha costado bastante adaptarme a esta especie de colmena y más, después de pasar toda mi vida en una pequeña aldea, en la que todos nos conocíamos, sabíamos de la vida y milagros del otro, nos preocupábamos por los pesares y disfrutábamos con las alegrías del que teníamos cerca y no tan cerca. Aquí, los vecinos suben y bajan evitando coincidir con los demás, tratando de esquivar el contacto físico y emocional, sin saludarse y sin mirarse. Nadie usa el ascensor, probablemente para no compartir un espacio tan reducido que te obligaría a respirar el mismo aire que otro ser humano.

Un año me pasé imitando a mis vecinos: entrando y saliendo del edificio como una autómata fantasma, limitándome a trabajar, aprovisionarme, comer, dormir y vuelta a trabajar. Hasta que, aquel mayo de hace hoy cuatro años, vi una nota en la puerta de nuestro ascensor de adorno. «Soy Luis González, vuestro vecino del 5º C. Preciso asistencia. Si hay algún interesado, por favor, que toque mi puerta. Gracias». Quién me iba a decir que en tan pocas letras se hallase mi salvación. Subí al 5º C, sin saber quién era ese tal Luis ni su aspecto ni su edad ni sus circunstancias ni que aquel hombre, diminuto y anciano, iba a cambiar mi vida para siempre, que me haría mucho más feliz y un poquito más sabia.

Llamé al 5ºC y oí arrastrar al otro lado de la puerta unos pies, que cada vez sonaban más cercanos, hasta que la delgada silueta de Luis apareció recortada en el umbral. «Pasa, pasa, no te quedes ahí fuera», me dijo sencillamente y así es como mi vecino me abrió su casa y su corazón. La 'asistencia' consistiría en pasar las tardes junto a él, leyéndole los libros, cuyas letras se le habían vuelto demasiado borrosas, casi invisibles y que inundaban todas las estancias e impedían que se echase en falta cualquier otro objeto. Por otra parte, la única pieza que adornaba aquella casa era el portafotos desde el que nos miraba, dulcemente y en blanco y negro, su esposa cada tarde. Hablábamos de la vida y de la muerte, del bien y del mal, de lo humano y lo divino y de un pasado que iba tomando forma en mi cabeza y que él parecía tratar de inmortalizar al recordarlo, y de un futuro hipotético, en que él creía y que consistía, según mi viejo y nuevo amigo, en que uno iba repitiendo su vida hasta que le saliera bien. «Así que si todo sale mal, al menos, volveré a encontrarme con mi Adela», me decía cuando algo no marchaba o recibía una mala noticia.

En estos cuatro años he disfrutado de autores que solo había estudiado, de pasada y con desinterés, en el instituto, y he vivido, a través de la voz de Luis y sus casi ciegos ojos, mil vidas.

Hace dos días, después de una de nuestras reconfortantes charlas, que empezaban con una infusión y acababan con un vasito de leche caliente y Luis metiéndose en la cama, me dijo: «Querida, ya falta poco. En el primer cajón de la mesilla, he dejado una cajita para ti. Es una lista de cuidados y solo quiero que la cojas cuando yo me vaya con mi Adela».

Le respondí que, sintiéndolo mucho, para eso aún faltaba una eternidad, pero que lo tendría en cuenta. Me equivocaba. Ayer tarde, cuando acudía puntual a nuestra cita, llamé como siempre a la puerta. A pesar de que tengo mi propia llave, prefiero que él se levante a abrirme y mueva un poquito los pies, razón por la cual también nos damos nuestros paseos, pasillo va, pasillo viene, pero ayer Luis tardaba demasiado y entré por mis propios medios. No estaba en el sillón que queda enfrente de la puerta y se ve nada más abrirla. Fui a la habitación con un pesar en el estómago y en el corazón indescriptibles. Estaba metido en su camita, con las mantas impecables como si no se hubiese movido en toda la noche. El vaso de leche nos miraba desde la mesilla intacto. Y Adela estaba entre las manos de Luis, atrapada entre el marco y el cristal. La liberé y se la puse en las huesudas y delgadas manos de mi amigo, que estaba buscando una nueva vida para hacerlo todo un poco mejor.

Abrí el cajón de la mesilla y saqué la cajita de «Cuidados». Había pequeños papeles con numerosas frases. La primera decía: «Mi querida amiga, si estás leyendo esto es que ya voy en busca de mi Adela, debes saber que eso me hace muy feliz aunque tú hayas llenado de alegría mis últimos días. Sigue leyendo hasta el final, por favor. Cuidado, querida, con esos problemillas que sólo están en nuestra cabeza. Cuidado que, a veces, las cosas no son tan difíciles. Cuidado con lo que deseas, pero, sobre todo, cuidado con dejar de desear. Cuidado con las preguntas que no esperan realmente respuesta sino reafirmar nuestra opinión. Cuidado con los sueños, que a veces se cumplen, pero sobre todo, cuidado con no soñar. Cuidado con tu corazón, que lo tienes recién pintado. Cuidado con quienes juegan a las damas, que al final solo juegan ellos. Cuidado con quienes disparan aunque sea pistolas de agua. Cuidado con alimentar la mentira, que es un monstruo que devora. Cuidado con quien endiosa, que también demoniza. Cuidado con quien disfraza de humor su misoginia, su homofobia, su xenofobia o su odio a la humanidad y mucho cuidado, sin duda, con los que carecen de sentido del humor. Cuidado, que hay disfraces tan eficaces que parecen la propia piel. Cuidado que, a veces, después de descorchar la botella no se puede volver a cerrar. Y cuidado, mucho cuidado, con hacer caso a cualquiera y que el cuidado se convierta en miedo. Así que, por favor, mi querida lectora y amiga, no hagas caso a nada de lo que te digo y permíteme que te obsequie con mi casa y mis libros que ya te pertenecen, pues, como sabes, eres la única persona que me queda en este mundo. Todo este tiempo no has querido recibir ni un euro, sé que tu asistencia no se podría pagar con ningún dinero. Espero encontrarte en otra vida y permíteme que te diga, por primera vez, que yo también te quiero».