En Irán no hay homosexuales». Así despachó en 2007 el entonces presidente de esa república, Ahmadineyad, la pregunta de un estudiante de la Universidad norteamericana de Columbia que se interesaba ante él por la homofobia de su Gobierno. Si no hay homoxesuales ¿cómo se les podría reprimir?

La lógica interna de esta anécdota ha sido utilizada esta semana, en otro orden de cosas, distintas y distantes, claro, por la portavoz del Gobierno, Ana Martínez Vidal. Al ser preguntada en rueda de prensa por el artículo, publicado en LA OPINIÓN, en que su compañera de Gobierno, la vicepresidenta Isabel Franco, expresaba su disposición a optar por el liderazgo regional del partido en que ambas militan, Ciudadanos, respondió que su organización política no tiene ni tendrá líder en la Región, y que será Madrid (entendiendo por Madrid la dirección nacional) desde donde se disponga el cuadro directivo autonómico. ¿Líder regional? En Murcia, de eso no tenemos.

Que Cs ha venido funcionando hasta aquí de tal manera es cosa sabida. La dirección regional anterior, la anterior de la anterior así como la actual gestora han sido elegidas a dedo desde la cumbre nacional, con desdén absoluto a la voluntad de la militancia. Es algo tan advertido que ya no produce sorpresa. Sí, en cambio, un malestar creciente entre lo que va quedando de la afiliación de ese partido, muchos de cuyos militantes no entienden que solo se les tenga en cuenta para el pago de las cuotas y para decir 'sí señor' a todo cuanto decide un aparato político delegado, que hasta parece avergonzarse de ellos, pues no recurre a la cantera a la hora de los nombramientos institucionales, perfilados entre exmilitantes del PP, como la propia portavoz, o falsos independientes, como los desechos de tienta de los populares, tipo Alberto Castillo (presidente de la Asamblea) o colaboradores tradicionales de ese partido, hasta hace nada en su órbita, como el consejero de Universidades, Miguel Motas.

Llama más la atención la renuencia de Cs a delegar autonomía a sus organizaciones territoriales por tratarse de un partido que en su génesis presumía de venir a renovar el desenvolvimiento tradicional de la política, lo que significaba en teoría inyectar de democracia interna a los partidos. Esa 'renovación' se quiso hacer figurar a través de unas primarias abiertas para la elección de los principales candidatos electorales, a las que podía presentarse cualquier militante sin necesidad de respaldo previo alguno, una manera de introducir figurantes en una fórmula controlada por el partido, que, a veces, para mayor seguridad, trampeaba las reglas de juego (véase el caso probado de Castilla-León) a fin de tratar de afianzar la apuesta decidida por el aparato. La ficción de democracia interna llegaba hasta ahí, pues la totalidad de las listas electorales, tras el ganador de las primarias, era decidida a dedo.

El origen de Cs, en Cataluña, contiene un prejuicio estructural frente a la autonomía local y parte de una vocación recentralizadora. Pero hay un término medio entre la actitud centrífuga de los Puigdemont o Torra y el hecho natural de que en las Comunidades sin sesgo independentista las organizaciones políticas precisen de líderes de referencia que armonicen sus posiciones en el espacio autonómico y tengan capacidad para nuclear una estructura de dirección que, sin necesidad de discrepar de la dirección nacional, dispongan de autonomía de gestión y de peso para influir en las políticas generales que afecten a su respectivo terruño. Toda organización precisa de un liderazgo democrático, reconocible, cercano y atento a los intereses de su entorno. Ese esquema fortalece a las organizaciones políticas y moviliza a la militancia, que puede sentirse protagonista sin aceptarse como manso rebaño. Y, en la práctica, transmite unidad de acción, a la vez que permite acudir a una fuente de criterio definido.

Hasta ahora, ese enigmático Madrid que gobernaba en Cs Murcia como organización, tenía nombre y apellidos: Fran Hervías, un apparatchick que estructuró la mayoría de las organizaciones territoriales bajo el siguiente lema confesado: «Las personas inteligentes crean problemas en el partido». La única inteligencia admitida era la que conducía a la sumisión a sus criterios, ya que sus dádivas establecían el compromiso de reciprocidad: hoy por ti, mañana por mí. Gracias a esa siembra ha sobrevivido en la nueva dirección ejecutiva de Cs, esquinado entre la marabunta, pero activo, hasta el punto de que ha conseguido colocar a su mujer en un cargo de la Junta de Andalucía, territorio en que el líder de Cs, Juanma Moreno (allí sí que parecen tener derecho a un líder), le es hostil, y pugna ahora para convertirse en senador autonómico por aquella demarcación para sobrevivir de la sopa boba. Un personaje, Hervías, tan nefasto que incluso, en sus delirios de poder, se permitió en su día comparecer ante la prensa en el photocall de la Asamblea Regional cuando ésta fue constituida, solapando a los diputados electos de su formación, expresando que él es Madrid, es decir, quien mandaba aquí.

Todos los partidos son en Murcia, de una u otra manera, subsidiarios de las direcciones nacionales, pero al menos lo disimulan con cierta formalidad. Hasta López Miras, cumplidos sus dos años de electo por dedazo, se sometió a una elección en primarias, por muy atadas y bien atadas que éstas estuvieran, y no digamos nada de Diego Conesa, que se hizo con la dirección del PSOE en un competido forcejeo, con apenas unos votos de diferencia frente a su competidora. Hay en ellos, en ese aspecto, una considerable legitimidad ante las respectivas militancias de sus partidos que no asiste a ninguno de los dirigentes orgánicos de Cs.

Todo el mundo sabe que este partido es una sucursal, una franquicia de la marca nacional. Y no es ajeno a este hecho su falta de consistencia interna, la exhibición impúdica de sus cuitas personales, y el provecho que sus socios del PP obtienen de su escasa coordinación y de sus rivalidades de salón. A ojos de cualquier observador externo queda claro que Cs precisa de un liderazgo claro que coordine democráticamente ese conglomerado. Pero quienes están en el machito y han sido ascendidos a él gracias al dedo de Madrid, sin dar cuenta a nadie en la organización local (es decir, todos los que tienen algún mando en plaza), se muestran encantados del estado de cosas, en el que se desenvuelven con una libertad individual impropia incluso en los partidos anarcos.

Lo que más llamó la atención de la respuesta de Martínez Vidal a la pregunta sobre su opinión acerca del postulado de la vicepresidenta Franco («me siento con ilusión y fuerzas para liderar a Cs en la Región») fue el rotundo «en Cs Murcia no habrá líder», y la explicación de que las personas que conformen el Consejo General de su partido serán nombradas desde Madrid. Esta actitud expresa un absoluto conformismo, diríase que un conformismo activo, en favor de una manera antidemocrática de estructurar la organización de un partido con importantes responsabilidades de gobernación en el Ejecutivo autonómico. Si han aceptado que hasta para el nombramiento o la destitución de cargos en el segundo escalón de la propia Administración ha venido siendo preciso el plácet de la dirección nacional ¿qué garantías tenemos de que cuando la portavoz del Gobierno transmite sus posiciones desde la tribuna no estén articuladas por un consignario nacional, ajeno por completo al día a día de los intereses de la Región de Murcia? Pero la pregunta relevante es: ¿hasta qué grado de sumisión a cualquier churubito de la dirección nacional ha de someterse un representante público de Cs para mantenerse en el puesto, siempre a las órdenes de un cargo superior estatal?

Por otro lado, esta singularidad no está generalizada en Cs, pues es difícil de creer que en Comunidades como Cataluña, Madrid, Castilla-León, Andalucía o la Valenciana no exista la percepción de la existencia de una personalidad que asume el liderazgo autonómico de Cs, cierto que en casi todos los casos tal liderazgo ha sido conquistado a pulso, sin necesidad, salvo si nos referimos al castellanoleonés Francisco Igea, de crear conflicto o distancia con la dirección nacional. De nuevo, la Región de Murcia aparece en este contexto como un campo experimental de sometimiento al poder central, ya no del Gobierno sino de un partido, y todo por el mantenimiento del estatus de un grupo de políticos que prefieren obedecer antes que ingeniar y aportar. No solo no creen en la autonomía, sino que lo proclaman. De manera implícita son más contundentes, en este aspecto, que el antipolítico Vox.

Tal vez, quién sabe, se trate de la política del ciego y el tuerto: hay quienes prefieren arrancarse un ojo si esto conlleva que al otro le arranquen los dos.

Cs es un partido con una implacable tendencia a la autoconsumación, precisamente por su desnorte. Sin embargo, el pasado miércoles, su recién estrenada líder nacional, Inés Arrimadas, dictó en el Congreso un discurso de Estado, él único con trazas del tal que se pudo escuchar a lo largo de la sesión: tan crítico como posibilista, tan entonado a la necesidad general del momento como desestabilizador para el futuro del Gobierno a la vez que lo estabilizaba en ese instante preciso, y tan productivo para sus razonables demandas como partido, a pesar de ser muy minoritario.

Dejó a Sánchez teniendo que dar explicaciones a sus socios de investidura, y a Casado agarrado a la brocha y sin escalera. Y lo más importante: decidió lo que la lógica social exigía. A eso se llama hacer política. Una entrada triunfal en toda regla.

¿Supone esto un cambio sustancial en Cs? Si es así, en Murcia todavía no se percibe. Todo lo contrario. El seguidismo al PP en el decreto sorpresa (otro asunto en que la crisis sanitaria actúa de velo protector) que desmantela la precaria protección medioambiental de la Región es de una ingenuidad política de libro, por ser indulgentes. Y más cuando, en su momento, tras la crisis del Mar Menor, Cs perdió la oportunidad de reclamar para sí la consejería de Medio Ambiente, artefacto que en manos del PP constituye un auténtico peligro (véase que hasta un grupo naturalista, Anse, le ha pasado por las narices la compra de Cabo Cope para preservar un espacio protegido sobre el que de nuevo se cernían maniobras oscuras para su depredación). Acompañar al PP en política medioambiental, a la vista de experiencia y trayectoria sobre las que no es preciso hacer reiteración, es una renuncia estructural a cualquier idea de cambio, tanto más grave cuando crisis climática y coronavirus empiezan a resultar dos caras de una misma moneda.

La bisoñez de Cs ha permitido al PP enseñorearse incluso en aquellos ámbitos que la crisis sanitaria y económica consecuente parecía endosar un alto protagonismo a los consejeros de aquel partido en el Gobierno. El marcaje de Javier Celdrán sobre Martínez Vidal es intenso, aunque ésta a ratos parece manejarse con voluntad propia, pero ha sido completamente invadida en lo que se refiere a la portavocía. En su día no supieron calcular que portavocía y comunicación, si no van unidas, no son la misma cosa. Portavocía obliga a Cs ha asumir públicamente las políticas del PP, mientras el gabinete de Comunicación de López Miras, en manos de la stajanovista Mar Moreno, filtra hasta las notas de prensa de los consejeros de Cs, teniendo buen cuidado de rectificar matices aparentemente insignificantes. Un ejemplo simulado: donde ponga «promoveremos» en una nota de Cs, la comisaria de Celdrán/Miras corrige: «seguiremos promoviendo», para sugerir que no se trata de una innovación de los socios, sino de la continuidad de la ancha política popular, que se extiende hasta los tiempos en que el presidente tocaba la flauta. Hasta la vicepresidenta, Franco, tiene sometidas en este momento parte de sus competencias en Política Social a la dirección sanitaria del consejero Villegas.

En este contexto, que en Cs, quiero decir, en su gestora, se pongan nerviosísimos porque alguien asegure que aspira a optar a la dirección del partido y que la respuesta más o menos oficial se produzca al modo Ahmadineyad («aquí no tenemos de eso») pone a las claras que el fervor por Arrimadas de algunos no se traduce en su habilidad y genio para detectar la oportunidad política. Tal vez sea que la doctrina Hervías siga impregnando el ambiente.