Solemos pensar metiendo las cosas en sacos. Es inevitable. De lo contrario caeríamos por la cuesta del infinito pormenor. El problema es que a menudo usamos sacos demasiado pequeños o demasiado grandes. O lo que es aún peor; hay quien usa siempre los mismos y viejos sacos para todo.

Muchos socialdemócratas ven ahora más claro que nunca el valor de la sanidad y, por extensión, de todos los servicios públicos, pero no ven que una mala gestión los devalúa y los arroja a los pies de los mercados. Los neoliberales se niegan a ver el valor de lo público, pero ven más claro que nunca la ineficacia de las estructuras estatales y la necesidad de que sean los mercados los que recuperen el control. La ultraderecha ve con total claridad que el comunismo es el demonio que lo corroe todo; otra forma de decir lo mismo sin que se note mucho, a saber, que hay que adelgazar lo público para engordar lo privado. Y los comunistas, si alguno queda, ven en todo una señal de que la revolución es siempre inminente, sin atender a que esa revolución nunca acaba de llegar, o la están haciendo todo el rato sus adversarios.

Los sacos no son únicamente políticos. Todos llevamos al hombre del saco dentro. Por poner otro ejemplo: los científicos ven más claro que nunca la necesidad de inversiones en I+D+i para conseguir una vacuna contra el coronavirus y contra otras amenazas que nos acechan, pero algunos no terminan de ver cómo la ciencia se ha mercantilizado, devaluando así su credibilidad. Mientras antivacunas y otros conspiranoicos solo ven el lado demoníaco de la ciencia y cada vez tienen más claro el complot de las farmacéuticas, el Ibex35 y el Estado opresor contra las propiedades curativas del desinfectante, el agua de mar o los cuencos tibetanos.

Los hechos son mudos. Son como piezas de lego o letras, solo cobran sentido cuando se ponen unos junto a otros, cuando se meten en sacos. Pretender que la realidad habla por sí misma, que hay acontecimientos que nos lanzan un mensaje claro que todo el mundo va a entender de la misma manera y que además va a convertir a los demás a nuestro credo es tener, como poco, una visión del mundo infantil. Pero no crean que con esto intento yo también meter a todo el mundo en el mismo saco del relativismo. Lo que intento es precisamente todo lo contrario.

El saco de lo privado debe estar siempre dentro del público, nunca al revés; tanto en política como en ciencia. El saco de la gestión debe estar siempre mucho más ajustado en el sector público, nunca menos, porque los errores de gestión pública los pagamos todos. El saco de la revolución se llena con victorias reales, día a día, no con una única victoria ficticia en la lucha final; esa idea iría más bien en el saco de la religión. Los desinfectantes los sacamos del saco de las medicinas y los metemos en el de productos de limpieza. El agua de mar, al mar. Los cuencos tibetanos, al saco de los souvenirs turísticos. Y así, sucesivamente. Cada cosa en su saco.

Último ejemplo. El Gobierno afirma que está luchando contra el virus con éxito. La oposición que es un absoluto fracaso. Decía Borges que el éxito y el fracaso son dos impostores. Estos días lo estamos viendo, o deberíamos verlo, con más preocupación que nunca. No se debe usar un mismo saco para todo. Y es de vital importancia que nos pongamos a la necesaria, minuciosa e interminable tarea de encontrar para cada cosa el saco más adecuado. Lo demás es trabajo para impostores.