Me imagino al presidente Sánchez en Moncloa. Es una imagen que me viene a la cabeza muy a menudo. No deja de ser literaria a la par que decadente. Agarrado al sillón, frente a la chimenea (es una noche de tormenta) sin poder moverse, observando las fotografías de sus múltiples cumbres mundiales, con presidentes importantes, banderas por todas partes, claro, paseos en helicóptero. Todas imágenes que hablan de su grandeza, de los dos años de aeropuertos y Consejos de Ministros multitudinarios. Maldito virus.

Deja el vaso de whisky encima de la mesa de caoba y recuerda todo el sufrimiento hasta llegar a esa noche: las carreteras nacionales en su Peugeot, los mítines en pueblos agradecidos, con bailes regionales de regalo, las noches en vela, preocupado por la gobernabilidad de todos nosotros, el no es no es no, la negación que se amolda a los tiempos, sí es sí, y todas las horas delante de una cámara ensañando un rostro compungido y concentrado, a la vez cercano. El hombre que necesitamos.

Ahora se pregunta, a la misma vez que un rayo ha rasgado la noche, que si esto era gobernar. Cuando por fin ha encontrado una vía para formar un Gobierno, una pandemia mundial se empeña en mandar al traste todos sus sueños. Qué desagradecido es el destino, pensará. Yo no me merecía esto, masculla entre dientes. Su mundo se desmorona ante él. La cifra de fallecidos no para de aumentar. Se acerca a los 25.000, pero entiende que eso lo dejará para otro discurso, no el del fin de semana. Churchill, reflexiona no hablaba de muertos. Y lo piensa sin haber leído a Churchill.

No sabemos si Sánchez ha leído a Lampedusa. El Príncipe de Salina era un estudioso de las estrellas mientras que a nuestro presidente le escribieron la tesis en noches sin luna A priori, no tienen nada en común. El noble siciliano viene de una estirpe ancestral, pero su mundo se desmorona ante las camisas rojas de Garibaldi. Italia se unifica. Sicilia ya no será independiente y él, como otros antes, es engullido por las arenas movedizas de la historia. Algo de eso teme Sánchez, ser engullido por el lodo de los acontecimientos. Esto no era gobernar, repite.

Otras generaciones vienen a suplantar lo viejo. Tancredi le da la clave a su tío, el Príncipe, en la archiconocida frase que inaugura una nueva forma de hacer política: «Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie». Es lo que se conoce como gatopardismo político. Un brillo luce de nuevo en los ojos de Sánchez. Ha pasado de ser el hombre para el que no existía el virus a comandar la vanguardia contra la pandemia. Apura su whisky. Sigue lloviendo. Sabe que es aún muy joven para sentirse así de cansado. Ha venido a la política para perdurar. Y no habrá virus que lo detenga. Echa los hielos a la chimenea. Mandará a sus asesores que lean El Gatopardo. Tal vez puedan sacar alguna frase para su discurso del sábado.