Claro que iba a disfrutar mañana, pisando nuevamente las calles de lo que un día fue España en primavera. Ya tenía preparado el balón. Jugaría con su hermana, su gran hallazgo en estos días tras la celosía.

Por el coronavirus cercado, no sólo había redescubierto la vida familiar sino que, madre mía, había encontrado la mejor compañera de juegos.

Jamás se le ocurrió que aquella niña caprichosa, que con sus mohines ganaba el favor de sus padres, se iba a convertir en su mejor vacuna contra el largo y tedioso encierro tras los muros.

Fue decretarse el estado de alarma y ya sonaron los primeros gritos por su culpa. Siempre quiere tener el mando y no se rinde hasta conseguirlo.

Mientras las televisiones iban reproduciendo las rencillas entre políticos, científicos, empresarios y resto de expertos que han germinado como la mala hierba, demostrando que la ineptitud no es patrimonio de nadie, entre nosotros surgió, de forma inesperada, la paz y después la colaboración e, incluso, el armisticio. Nos levantamos de la cama y el sofá al unísono de amaneceres y de lunas.

Sin palabras, encadenamos juegos empezando por el escondite por los más recónditos rincones de nuestra casa.

Hoy la he pillado en el armario de la escoba y ella me ha dibujado tras las cortinas. Luego nos echamos unos bailes al son del regueton.

çY, para finalizar siempre, la carrera de las 8 hacia el balcón, cuyo ganador siempre obtiene un merecido aplauso. Compartido, eso sí.

A la hora de los deberes, nuestros lápices siembran de colores la mesa. Mezclados con los libros y cuadernos estamos ansiosos de pasar las soluciones al ordenador.

Yo tecleo torpemente los suyos y ella hace lo impropio con los míos.

En las largas noches de este prorrogado invierno, los personajes de los cuentos pasan de una cama a otra hasta que llega el sueño.

Mi infancia, seguro, serán recuerdos, junto a mi hermana, de un balcón al cielo mientras la vida, de un hilo, pendía.