Cada día que pasa tiene su afán. Y en estos días vamos conociendo a gente cercana que está viviendo los efectos del virus en primera persona. Ayer les comentaba la muerte del padre de nuestro amigo Juan Carlos, pero es que lo que no sabía es que él ha tenido que vivir ese acontecimiento recluido en su casa, afectado por la Covid-19. También leo la crónica que el periodista Antonio Balibrea publica en el diario Información desde su cama del Hospital General de Alicante porque la enfermedad le ha tocado de lleno. Me vienen a la memoria recuerdos de niño, cuando lo conocí por la amistad que mantenía con mi padre y trabajaba en la delegación alicantina de La Verdad, esa misma en la que yo comencé mi aventura periodística.

Cuando le ponemos rostro a quienes sufren esta pandemia somos más capaces de entender el compromiso que tenemos para hacerle frente. A quienes la sufren y se recuperan o a quienes se han marchado, como el cantautor y cronista José María Galiana. Por cierto, uno de los primeros encargos que tenemos cuando se reanude la actividad en la calle será celebrar las despedidas, los funerales, de quienes no han podido vencer la enfermedad. Igual que festejaremos la vida en todas sus manifestaciones también tenemos que hacerlo con la muerte, sabiendo que ésta no es el final sino el tránsito a otra dimensión.

Los recuerdos y las conmemoraciones forman parte de nuestro itinerario vital. Máxime si suman a su singularidad el hecho de estar incluidas en el calendario de este mes que cumplimos de confinamiento, de estas más de cuatro semanas en las que hemos conocido de verdad lo que supone un fenómeno de escala global. Hasta ahora las catástrofes siempre nos pillaban lejos. Es verdad que hemos tenido terremotos e inundaciones, pero nunca a los niveles de los que contemplados en los informativos siempre desde lugares lejanos. O las epidemias, como la de malaria, que sufren periódicamente poblaciones enteras de los continentes africano o asiático. Nunca nos llegaban a nosotros. Era cosa de esos pobres mortales que no habían tenido la suerte de nacer en este primer mundo. Ahora ya no somos ni especiales. Sin ser del montón, porque las desigualdades aún marcan para la intensidad de la pandemia, el virus ha conseguido democratizar gran parte de sus consecuencias.

Además de las festividades de San José, Fallas o la Semana Santa, hoy me ha tocado vivir el aniversario de boda. Veintinueve años, casi nada. Y como todos estamos muy sensibles estas semanas, he vuelto la mirada atrás y repasando las fotografías de Martínez Bueso de ese día compruebo que la amistad es el gran eslabón que nos une a las personas y hace posible despertar de nuevo la emoción. Amistad ligada al trabajo, al compromiso social, a la vida de fe y, por supuesto, a los lazos familiares. Pero no sabría decirles cuál de ellos con más intensidad. En la familia no estamos obligados a querernos (los conflictos y rupturas así lo atestiguan) y en el resto de esferas todo depende de las bases sobre las que se ha sustentado ese afecto. De lo que no cabe duda es que este tiempo de pandemia es tiempo, sobre todo, de cuidados, de cultivo de la amistad y de recuerdos. De anotar en un cuaderno imaginario esas emociones para revivirlas cuando todo pase.