Hace días que el espacio se ensancha continuamente a mi alrededor. Los techos casi han desaparecido de mi vista y estoy a una cota tan baja que sobre mi cabeza el aire se ha vuelto azulado y apenas distingo pinturas, o escayolas, estucos o paredes. El suelo de la habitación es una enorme llanura salpicada por pequeños surcos y cavidades a ras del suelo que deben de corresponder a las imperfecciones de las losas del pavimento, antes inapreciables y ahora plenamente evidentes.

Mi biblioteca se ha transformado en la gigantesca pared vertical de un acantilado, llegué a trepar por ella aprovechando los salientes y entrantes de los libros, cuyo volumen, tamaño, peso y forma tan masiva impidieron definitivamente cualquier intento por mi parte de abrirlos y buscar el consuelo de la sabiduría. Son ahora, duros como rocas, la auténtica piedra filosofal de una doctrina cerrada e inaccesible. La cápsula del tiempo que alberga los arcanos de un mundo muerto.

Con grandes esfuerzos aún puedo subir por el macizo escalonado que hoy forma el acceso conducente a mi terraza. Hacerlo me lleva días que son como años enteros pues ahora, por alguna razón desconocida, el tiempo ha mudado su esencia y no lo percibo igual. Maceteros y floreros parecen hoy oníricos jardines elevados. Desde mi posición advierto con pasmosa exactitud miniaturas de belleza que antes mi vista había despreciado, una selva nueva y desconocida batida por escuadrones de insectos cuyo enorme tamaño me impide apreciar la exactitud de sus formas, pero que proyectan sombras sobre el suelo que aparecen y desaparecen de improviso.

Veo la realidad pero no la soporto: tanta luz me ciega, los rayos del sol queman y me aparto de ellos. Quedo embrujado frente a un hibisco, parece una gruta encantada que me arrastrara hacia un mundo misterioso, a un universo interior escondido dentro de la mágica corola de una flor-cueva. Los granos de polen caen empujados por el viento, un poderoso huracán, que me arroja por el suelo, que me golpea con fuerza, que me acerca peligrosamente a una dionea, antaño adquirida por mí y que de repente podría atrapar en el limbo a su antiguo amo.

La noche cae, nunca las luminarias del cielo me habían parecido tan radiantes. Percibo mi propia pequeñez, reducido a minúsculo embrión, convertido en una mota de polvo; apenas una partícula de materia en el camino imparable hacia la nada.