Los historiadores estudiamos el pasado, y contamos con herramientas para interpretar lo que sucede en nuestro presente, pero no somos futurólogos (los estadistas y economistas tampoco lo son, ojo). Y no siempre encontramos explicación a lo que fue y a lo que nos rodea. Ni soluciones. Ahora bien, nos hacemos preguntas constantemente. Todavía más si invertimos demasiado tiempo en darle vueltas al coco, confinados por prescripción de las autoridades. En Arqueología, eso sí, nos dedicamos a reconstruir sociedades, a través, literalmente, de sus pedazos. Y lo hacemos tratando de no vernos influidos por nuestro tiempo o coyuntura, ni por nuestras ideas. Claro que, aviso, intentar eso en el actual estado de ansiedad, desconcierto y deconstrucción es imposible. Mi yo historiador se encuentra desde hace días en conflicto con mi yo padre (e hijo), mi yo ciudadano, mi yo profesor y mi yo friki y cinéfilo.

Empezamos el mes protagonizando un episodio de Black Mirror y lo terminamos dentro de una película de Roland Emmerich, pero de verdad, no a lo Westworld.

En el Año 1 después del Coronavirus, cuando concluya este viaje sin anestesia a nuestras verdades y vergüenzas, en lo individual, y al esqueleto de nuestra sociedad, en lo colectivo, después de los merecidos homenajes a todos nuestros héroes y a nuestros muertos; tras reconocer que sí, que hay tragedias absolutamente transversales, pero que no es lo mismo chocar contra el iceberg viajando en primera que en tercera, tocará replantearse muchas cosas, más allá de rendir cuentas a nuestros políticos o/y pedir cabezas de turco. No tanto desde la objetividad, como desde la experiencia.

Tocará revisar, no necesariamente en este orden, la externalización de la producción. O, ya que estamos, todo nuestro modelo económico, fracasado y al servicio de una minoría desde 2008, y ahora definitivamente humillado y sin coartada. Tocará, como mínimo, sacar de su cuarentena a Keynes. Y, frente a la dictadura de lo rentable, ‘útil’ o productivo, impuesto por instituciones económicas supranacionales, habrá que reconocer el valor de esa cultura (música, cine/series, literatura) sin la que es impensable el encierro. La industria del entretenimiento (también la española, queridos patriotas para según qué cosas). La importancia de evadirse de lo cotidiano, no solo cuando se torna surreal; de cobijarse también de esa realidad paralela y aumentada, mejorada o deformada (=Facebook, Instagram y Twitter, respectivamente, que no proporcionan siempre evasión, sino más inmersión). Para entonces, quizá el fútbol, incluido mi Real Madrid, ya no sea tan importante.

En el Año 1 después de la Cuarentena, tocará asumir la esencialidad del contacto físico, frente a la complementariedad de lo virtual. Tocará tocar. Habrá que aceptar sin ambages el papel de la Ciencia y de los científicos frente a las diferentes caras de la superstición y sus irresponsables acólitos (de l@s antivacunas ya ni hablamos). De la razón, del conocimiento del profesional, frente al español del cubata en la mano. También de la prevención frente al rédito cortoplacista, de la altura de miras frente a las políticas de inmediatez tuiteable. Y del análisis certero, constructivo y honesto (qué narices, de los historiadores), frente a los profetas a toro pasado (‘capitanes a posteriori’).

Pero todo ello sin olvidar reivindicaciones del 1 a.C., las de nuestros agricultores, camareras de piso, trabajadores precarios (también en la Universidad). Desigualdades sociales varias (de género y clase) a extinguir, y nuevos derechos civiles que construir (y a los que se acabarán sumando los que a priori les ladran desde lejos).

Y, por supuesto, cobrarán un nuevo sentido dos demandas endémicas: en primer lugar, la relativa al cambio climático, en vista de los efectos extraordinarios de nuestro confinamiento y contención, y nuestra insignificancia como especie frente a la Naturaleza y sus desafíos de Antiguo Testamento. Y, en segundo lugar, la defensa de la sanidad pública, a la que le van saliendo conversos al ritmo que se acentúa la curva del virus. Habrá que aplaudir más, pero con las manos limpias. Y tocará replantear, en consecuencia, el concepto de civismo y de patriotismo. Centrarnos en lo que verdaderamente importa y que a veces se nos esconde tras las banderas. Pero eso es otra historia.