Es domingo y recuerdo que de niños nos enseñaron muy pronto en el colegio que «el domingo es el día del Señor». En una jornada como la de hoy, sin alarma ni confinamiento, hubiera salido temprano a caminar por el monte. Al regresar compraría el periódico y me dispondría a leerlo junto a un buen café con leche y tostadas con mantequilla y mermelada de moras, una confitura que cada verano cosechan nuestros amigos Joaquín y Pilar. Este momento es uno de los más placenteros de la semana. Al terminar nos iríamos a participar en la misa de las monjas Concepcionistas Franciscanas del Convento de San Antonio de Algezares, donde viven las tres hermanas que tuvieron que abandonar hace unos años su comunidad de Yecla, o bien a la de la parroquia de El Bojar que acompaña nuestro amigo Juan Carrascosa.

Excepto el desayuno nada ha sido igual este domingo. La fina lluvia que ha caído durante todo el día nos ha alegrado la existencia. Nunca entenderé por qué cuando los meteorólogos anuncian lluvia la equiparan al mal tiempo y el sol a lo contrario. Pero no hemos podido visitar a Concha, a Cati y a Maribel en su convento de subida a la Fuensanta, ni tampoco coincidir en la eucaristía de El Bojar con el grupo de gente con la que habitualmente rezamos en la Casa de Oración del Monte. El alimento espiritual, la celebración comunitaria de la fe, para quienes la sentimos como algo esencial de nuestra vida, tiene razón de ser en el momento que se comparte con otras personas, con una comunidad. Te ofrece esa sensación de no estar solo ante las grandes preguntas existenciales que todos y cada uno de nosotros y de nosotras nos hacemos en algún momento de la vida. Hasta hora, por tanto, no había tenido la oportunidad de seguir una misa por televisión como la de este domingo. Fue en La 2 de TVE, presidida por un obispo auxiliar de Madrid. El comedor de casa se convirtió durante media hora en una pequeña capilla.

Casualmente, Javier del Pino, en A vivir que son dos días de la Cadena SER, ha entrevistado al capellán de uno de los hospitales de Madrid que acompaña, al igual que muchos profesionales sanitarios, a las personas que mueren en estos centros. Morir en soledad, sin sentir a alguien cerca, debe de ser una de las experiencias más dolorosas del ser humano. Máxime si en esos últimos días tampoco has tenido la oportunidad de despedirte de los tuyos. La muerte, por tanto, está ligada a esa dimensión del sentido de trascendencia. Profeses una fe u otra, o ni siquiera conscientemente consideres que eres una persona creyente o religiosa, en algún momento hemos sentido esa proximidad con algo (o alguien) que alcanza otra dimensión. De ahí que, para mucha gente entre la que me incluyo, resulta esencial poder vivir y celebrar la fe en cualquier circunstancia (máxime en esta que nos toca) y, en especial, de manera comunitaria.

Conozco a personas que se conectan a una hora determinada para compartir momentos de meditación, reflexiones de sus maestros de yoga, participar en cadenas de oración€ Se trata, en definitiva, de conectar con el yo más profundo para trascender lo mundano, lo real, sin dejar de ser consciente de lo que vivimos.

Nada de huidas. Todo es vivido. Hasta una misa.