cho meses tardó el Reino Unido en darse cuenta de las dimensiones de la tragedia en que vivían los británicos desde que Hitler invadió Polonia, llevando a toda Europa a una larga y crudelísima guerra que masacró a sesenta millones de personas. Según los historiadores, el punto de inflexión fue el célebre discurso de Winston Churchill pronunciado el 13 de mayo de 1940, en la Cámara de los Comunes.

Hay momentos en los que una nación se enfrenta a desafíos que, con un poco de mala suerte, pueden llevarla a la desaparición. Momentos en los que un pueblo tiene que asumir la certeza de que muchos de sus miembros morirán y el resto sufrirá, de uno u otro modo. En esas situaciones se ponen a prueba, de manera despiadada, tanto el liderazgo de los dirigentes como la madurez de los dirigidos.

En el momento en que escribimos estas letras, España es el segundo país europeo y el sexto del mundo que más afectados por coronavirus presenta. La epidemia, conocida por primera vez en diciembre pasado en China, se ha ido extendiendo lenta e inexorablemente por el mundo, como en un thriller barato en que los gobiernos permanecen inermes ante la evidencia de los hechos que anunciaban este escenario apocalíptico.

Nuestros políticos tuvieron sobre la mesa todas las noticias e imágenes de China, sus esfuerzos por contener la propagación, el colapso de su sanidad, y las medidas extraordinarias de confinamiento de la población y de ampliación urgente de la capacidad de respuesta del sistema de salud. Viendo la película de los últimos meses uno creería que unos gobernantes responsables habrían comenzado el año 2020 construyendo nuevos hospitales, diseñando protocolos y haciendo acopio de material y equipamiento sanitario. Incluso aunque se le hubiera ocultado a la opinión pública, uno esperaría que, en reuniones discretas con la oposición y agentes sociales, se hubiera preparado la respuesta a un enemigo que, más pronto que tarde, llegaría a nuestras latitudes.

Por su parte la sociedad no es inocente de la falta de respuesta a la pandemia. Se podría alegar que los políticos tenían más información y más asesoramiento para valorar el riesgo, pero todos hemos vistos noticias de China y más recientemente, de Italia. Todos hemos tenido acceso a las redes sociales, donde ciudadanos anónimos, como Casandra en la tragedia clásica, nos advertían del peligro, sin que nosotros, repitiendo la maldición de Apolo, hiciéramos caso.

El debate hoy se centra en el 8 de Marzo, fecha en la que el virus campaba a sus anchas por España sin que los líderes políticos suspendieran las marchas por el día de la Mujer o el congreso de Vox en Vistalegre. Se acusa con razón al Gobierno central de anteponer su conveniencia política al interés general, y al partido Vox de desdeñar imprudentemente las inequívocas señales de alerta. Pero se olvida que los Gobiernos autonómicos y locales, dentro de sus competencias y con la información que todos teníamos, podían haber desaconsejado las marchas o alertado a la población; una población que decidió participar en esos actos alentada imprudentemente por unos políticos negligentes, cierto, pero que podría haber optado por permanecer en casa si hubiera aplicado un poco de sentido crítico a la información que recibía.

Han pasado ya siete días desde el 8M, el pánico se ha adueñado de las calles y mucha gente se ha atrincherado en casa pertrechada de víveres (sobre todo de papel higiénico). Otra mucha gente desdeña el riesgo y aprovecha la situación para disfrutar del buen tiempo en las terrazas o concentrarse en locales de ocio. El Estado, por su parte, muestra en esta situación crítica su enorme debilidad: diecisiete Gobiernos regionales, titulares de competencias que nunca debieron poseer (sanidad, educación, policía, justicia), decidiendo de manera descoordinada según su particular criterio y al frente un Gobierno más preocupado de justificar su política de la pasada semana que en liderar la respuesta al desafío.

A nivel práctico, necesitamos parar el país, inmovilizar a la sociedad. Para ello era urgente hace cinco días cerrar escuelas, universidades, teatros, bibliotecas, juzgados, centros comerciales y todos los servicios públicos y privados que no realicen una función esencial e inaplazable (sanitarios, policía, bomberos, juzgados de guardia) y que no puedan ser prestados por vía telemática. Tenemos una sociedad inmadura, adormecida por los cantos de sirena y los mensajes complacientes de políticos inermes. Por eso mismo necesitamos, más que nunca, líderes audaces.

Porque igual que Gran Bretaña en 1940, no somos conscientes del horror en que nos encontramos. Como el londinense de la época, no podemos predecir si esta crisis sanitaria durará tres meses o tres años, ni si morirán seis o sesenta millones de europeos, ni qué consecuencias económicas dejará tras de sí. Nuestros nietos estudiarán en sus libros la pandemia que arrasó Europa en 2020 y cambió para siempre la forma de vida occidental. Pero para eso, para que tengamos nietos que dentro de cincuenta años puedan estudiar algo en un libro, necesitamos líderes políticos que no tengan miedo a inmovilizar el país, a cerrar todas las empresas, a confinar a la población en sus casas y sacar a las fuerzas de seguridad y al Ejército a las calles y a proponer, sin miedo, sangre, sudor y lágrimas.