Nuestro sistema matemático es decimal, es decir, de base 10. Los babilonios usaban como base el 60, los mayas el 20, algunos pueblos preaméricanos usaban el 4, otros de Papua Nueva Guinea usan el 24, mientras que la tribu de los Vedda, en Sri Lanka, solo tienen nombre para el 1 y el 2, y se refieren al resto de números como 'y uno más'. Cegados por la obviedad de que tenemos diez dedos, nosotros solemos pensar que el sistema decimal es el mejor. Pero lo cierto es que desde 1940 existe una corriente que defiende un sistema de base 12, que por lo visto en términos matemáticos, sería mucho más efectivo. Lo que intento decir es que cada pueblo ha encontrado su sistema, pero todos han desarrollado las matemáticas. Podríamos arriesgar que forman parte de nuestro instinto como especie.

Ahora imaginen un mundo en el que ese instinto estuviera prohibido y sujeto a tabú. Sería necesario usar las matemáticas, exactamente igual que en nuestro mundo, pero ese uso estaría restringido a fines específicos y sometidos por estrictas normas morales y sociales. Estaría prohibido usar los números abiertamente, ni siquiera se podría hablar de ellos sin rubor o burla; cualquier forma de medición o de cálculo estarían rigurosamente disimuladas y nuestros pensamientos, nuestro día a día y hasta nuestros gestos estarían sometidos a esa lucha oculta entre nuestro impulso matemático y su prohibición.

En ese mundo los niños ocultarían las manos bajo el edredón para sentir el placer de contar a escondidas, los adolescentes desarrollarían fórmulas cuando sus padres no estuvieran en casa siempre con el temor a ser descubiertos. Los teoremas correrían de boca en boca en los cuartos de baño de los institutos, o entre los alumnos más descarriados, que sin duda dejarían a un lado las clases para intentar desarrollarlos sin saber nunca si lo estaban haciendo bien o mal, y disfrazando esa inseguridad de bravuconería y de destrezas o hazañas fingidas. El ábaco sería una reliquia, testigo de otras culturas paganas y disolutas; la calculadora una invención del demonio.

Todo se habría desquiciado definitivamente en ese mundo con la aparición de internet. Los jóvenes dejarían de explorar a tientas y a ciegas su instinto matemático para tener de pronto acceso inmediato y sin filtros a todos los números, las operaciones y las fórmulas, reales o imaginarias, habidas y por haber. En los vídeos que verían en webs clandestinas y gratuitas dos y dos a menudo darían cinco, la suma del cuadrado de los catetos podría ser igual al cubo de la hipotenusa y se tendría acceso a la geometría no euclidiana antes que a Euclides. Del mismo modo, niños de trece o catorce años conocerían la física cuántica antes que a Newton, y escudriñarían el teorema de Gödel antes que las tablas de multiplicar, que nadie nunca les habría explicado. En la cabeza de esos adolescentes, sería muy difícil distinguir la geometría de arbitrarios dibujos animados, la aritmética de los juegos de azar, o la física de la ciencia ficción.

Como se trata solo de un ejemplo hipotético y no pasa nada por especular, sigamos un poco más. Planteado el problema, ¿podríamos hallar la solución? En ese mundo, ¿cómo se podría arreglar semejante desbarajuste? ¿Qué se podría hacer para que las matemáticas no acabaran ardiendo en su propio fuego? ¿Alguna idea? Díganme. Les escucho.

Pero, ¿qué es lo que están diciendo? ¿Enseñar matemáticas en los colegios? Pero, ¿se han vuelto ustedes locos o qué clase de degenerados son?