Estoy con la cabeza debajo de una tubería que se retuerce a dos centímetros de mi nariz. La parte superior de mi cuerpo se encuentra arrinconada en el pequeño espacio que ofrece el armario de debajo del fregadero de Luisa, una clienta habitual. Mi delgado cuerpo, menudo y flexible, me permite trabajar más fácilmente que otros, mi agilidad de gato callejero me posibilita penetrar en cualquier rincón por inaccesible o recóndito que sea.

Luisa me ha llamado cuando aún no eran ni las siete de la mañana y he apreciado algo así como satisfacción y orgullo en tu rostro, como si me estuviesen llamando desde la Casa Blanca para que fuera a resolver un problema de estado y me has dicho «vete, ya estás tardando, un cliente insatisfecho es un cliente perdido», ese mantra que nos has repetido a todos toda la vida. Y ahí te he dejado, solo en la habitación del hospital, enganchadito a todas esas máquinas y esperando a mi Marisa, la mujer de mi vida, la que me ha dado cinco hijos y tres mil oportunidades y la que te va a acompañar en la que yo aún no sabía que era la última mañana de la tuya. Te has quedado allí, mirándome como si me fuera al frente o a salvar vidas y sin poder apenas moverte.

Quién lo iba a decir. Tú, a quien nadie había podido frenar jamás, recibiendo órdenes y pautas de médicos, enfermeros, familiares y amigos, que no han cesado de gotear por esta 312 a dejarte su cariño, su aliento, sus recomendaciones y parte de ese corazón tuyo que les pertenecía. Tú, el que siempre ha dicho verdades como puños y al que estos últimos meses hemos mentido soberanamente sobre la gravedad real de tu estado por miedo a que no fueras el de siempre, por miedo a verte abatido y de que te convirtieras en un extraño y con la esperanza absurda de que si no te lo decíamos, si tú no te sabías derrotado, nada de esto fuera cierto.

Así que has pasado tu última mañana con mi Marisa, la que tantas veces me ha visto equivocarme, la de las mil oportunidades, mi compañera fiel, más fiel a mí mismo que yo. Mi Marisa, con la que tantas veces te has devanado los sesos por mí y mi mala cabeza, esta cabeza que me ha tenido dando tumbos, de un trabajo a otro, de un fracaso en otro, con tal de no reconocer que tú tenías razón y que yo, igual que tú, estaba hecho para ser fontanero, por más que yo quisiera escapar de mi destino, darme aires de grandeza, mudarme de ciudad o cambiar de oficio más que de camisa. Mi Marisa con la que tantas veces has compartido tu preocupación por mí y la que, como tú y a pesar de que yo me haya empeñado en demostrar lo contrario, nunca ha dejado de confiar en mí, la que me ha dado tantas grandes alegrías y hoy, sin embargo, me ha dado la peor noticia.

Estoy debajo de esta tubería, que pierde agua a pesar de haber cerrado la llave de paso. Estoy aquí, enredado en la maraña de mis pensamientos, mientras mis manos trabajan solas arreglando lo que hay que arreglar, como si lo hicieran por inercia y costumbre, diligentes y felices, cuando he recibido una punzada en el pecho seguida de una mala vibración en mi bolsillo que me daba el aviso de que una llamada entraba en mi móvil y de que algo no iba bien. He salido de mi encierro de fontanero y he atendido la llamada de rodillas en el suelo de la cocina de la clienta y menos mal que estaba de rodillas.

«Cariño, ya ha pasado. Termina lo que estés haciendo y vente cuanto antes», ha susurrado la voz pausada y amada de mi Marisa. Afortunadamente, estoy solo en la casa de la clienta, que ha aprovechado nuestra mutua confianza para irse a hacer unos recados. Me tumbo en el suelo de granito y fijo la mirada en el techo. Siento la frialdad de la superficie y de la muerte bajo mi espalda y el sudor de mi cara se mezcla con las lágrimas incontroladas y silenciosas.

Se me aparecen proyectadas en el techo las imágenes de mi infancia contigo, la primera caja de herramientas que me regalaste y las primeras trampas que te hice con las notas, los bocadillos de chorizo en la terraza contigo los domingos y el primer cigarrillo que me fumé a escondidas y que tomé prestado de tu pitillera, las pésimas compañías que tú detectabas a la primera de cambio, esa mirada tuya de desaprobación, tu mirada de comprensión, tu mirada de estoy aquí, de creo en ti pero hay que ver cómo te empeñas en que crea que estoy equivocado. Se me agarran en el estómago viejos fantasmas, cómo empecé a robarte para apostar, las pequeñas, continuas y grandes mentiras que me llevaron por ese camino, tu mano firme, tu puño fuerte sobre la mesa, la mano amorosa de Marisa llamando al especialista, las manos infantiles de mis hijos que me agarraban de nuevo los pies al suelo y a la vida y ese orgullo obstinado en tu cara cada vez que superaba un nuevo escollo, el sostén inagotable del hombre firme y destrozado que me decía "lo has hecho mal, pero eso no significa que no lo puedas o lo vayas a hacer bien la próxima vez". Se me aparece proyectado en el techo de la cocina de Luisa el padre ciego de amor, el que todo lo veía y al que hoy, la voz dulce, pausada y amada de mi querida Marisa me ha hecho entender que nunca jamás volveré a ver.