Parece mentira que, en una época invadida por la aparente ausencia de religiosidad, la figura del jefe de una confesión religiosa sea capaz de generar tantos ríos de tinta como el papa Bergoglio. Aunque lejos del poder mediático del carismático Wojtila, Bergoglio ha devuelto gran parte del interés por el papado perdido por su antecesor, el frío y hasta cierto punto enigmático Ratzinger, que reinó (o reina todavía, nunca me aclaro del todo con su estatus) como Benedicto XVI.

En los últimos días, Francisco, como es conocido popularmente, se hizo viral con un vídeo en el que da varios manotazos para deshacerse de una fan de rasgos asiáticos que le agarra la mano y tira de él violentamente, ante la mirada bobalicona y la inexplicable inactividad de uno de sus guardas de seguridad. Francisco ha pedido perdón por lo contundente de su reacción aunque, mirado con detenimiento el vídeo, lo que extraña es que el incidente no acabara con un buen derechazo en el rostro de la fanática partidaria, que se persigna compulsivamente ante la cercanía inminente de su ídolo. Este la decepciona con un quiebro alejándose del curso de su paseo al borde de la valla que contiene a la multitud que quiere tocarle.

Probablemente el vídeo y el enérgico gesto de Francisco servirán para alentar la leyenda negra que se cierne sobre el primer papa de habla española, un jesuita que cuenta desde el principio con la enemistad y la crítica feroz de los partidarios de Wojtila, lo que podría denominarse con bastante simplificación como la derecha del catolicismo. En la era de los memes, propagados por el ingenio tuitero, no es difícil aventurar un largo recorrido viral a las imágenes de los manotazos papales. Aunque popular, lo del manotazo no es el gesto más espectacular y decisivo del papa Francisco en los últimos días. Mayor repercusión en la gobernanza de la Iglesia, y su imagen pública, a la larga, tendrá la decisión pontificia de utilizar sus privilegios jerárquicos para modificar parte del canon legal de la Iglesia al relajar el secretismo con el que las autoridades eclesiásticas componentes conducen los asuntos relativos a los abusos sexuales perpetrados por sacerdotes a su cargo.

Parecen modificaciones insustanciales, porque la norma sigue exigiendo que se lleven estos asuntos con «seguridad, integridad y confidencialidad» para proteger «la buena reputación, la imagen y la privacidad» de los implicados. Pero se aporta un matiz importante, exigido reiteradamente por las víctimas de abusos y sus familiares cuando se subraya que «el secreto de oficio no obsta para el cumplimiento de las obligaciones establecidas en cada lugar por la legislación estatal, incluidas las eventuales obligaciones de denuncia, así como dar curso a las resoluciones ejecutivas de las autoridades judiciales civiles». Esto representa un paso decisivo que aporta credibilidad a la política de tolerancia cero hacia los abusos sexuales dentro de la Iglesia proclamada por el papa Bergoglio, pero que hasta el momento no había sido respaldada por una medida significativa como la obligación de denunciar los delitos a las autoridades competentes y cumplir sus disposiciones.

Junto con la tolerancia cero frente a los abusos sexuales, se une en este papado una tolerancia mayor para con la comunión de los divorciados y para con la homosexualidad como orientación sexual, no como práctica consentida dentro de la comunidad de los creyentes. Al margen de las actitudes de este papado en aspectos morales, hay que tener en cuenta su militancia contra la crisis climática y su apertura, aparentemente sincera, hacia otras confesiones religiosas. Especialmente relevante puede resultar para el futuro del catolicismo como religión organizada la aproximación pragmática de Francisco a la situación de la Iglesia en China, el mayor reservorio de practicantes (y cotizantes) de una adscripción religiosa que, pese a la secularización del último siglo, cuenta con unos 1.200 millones de personas que, al menos nominalmente, se identifican con ella.

A trancas y barrancas, alternando papas de orientación conservadora (Pio XII y Juan Pablo II) con otros de orientación progresista (Pablo VI o Francisco), salpicada con los que podríamos calificar de 'centristas' (Juan XXIII y Benedicto XVI), y algún muerto en el camino (Juan Pablo I), la Iglesia católica sigue manteniendo el cetro de la mayor organización religiosa que el mundo ha conocido. La proverbial resiliencia de la Iglesia resalta mucho más ante el espectáculo de división que están dando las adscripciones protestantes como la Iglesia anglicana (no es casualidad la reciente beatificación del cardenal Newman, un anglicano converso al catolicismo) y, más recientemente, la Iglesia metodista norteamericana, tercera denominación religiosa en ese país, que ha consagrado su cisma apenas hace unos días, dividida entre partidarios y detractores de la apertura del sacerdocio a mujeres y miembros de la comunidad LGTB.

A la Iglesia católica parece no afectarle el hecho de que su jerarquía se oriente de forma oportunista hacia una orientación política y su contraria. De hecho, una u otra orientación parecen relevarse en función de lo vientos que soplan. En nuestro país, la Iglesia se benefició del nacionalcatolicismo vencedor en la Gguerra Civil pero los tarancones de turno ocuparon también un lugar preeminente junto con los responsables de la transición política, y no digamos nada de la militancia independentista y hasta proetarra de una parte significativa del clero en el País Vasco.

El cine no ha sido un vehículo ajeno al aparente revival católico de las últimas décadas. Innumerables guionistas de Hollywood se han sentido atraídos por la parafernalia de la liturgia católica (mucho más pobre que la liturgia ortodoxa pero menos extendida) y, sobre todo, por la tensión sexual a que están sometidos los curas y su profesión de celibato, fuente de tramas narrativas a cual más morbosa. Por no citar la fuente recurrente de historias de terror que proporcionan los ritos de exorcismo.

Lo último que el cine nos está mostrando sobre la experiencia del catolicismo jerárquico es el excelente relato (fruto de una especulación mental de su director y guionista) titulado Los dos papas en Netflix. Pocos aficionados al buen cine se sustraerán de la tentación (en el buen sentido de la palabra) entre dos monstruos interpretativos como Antony Hopkins y Jonathan Price, en el papel de Benedicto XVI y Francisco respectivamente. Sus diálogos inventados nos remiten a todos los tópicos habidos y por haber consagrados alrededor de dos figuras aparentemente opuestas pero, en el fondo, fruto de una organización de dogmas rígidos, que choca frontalmente y cada vez más contra los principios morales dominantes en un sociedad felizmente cada vez más liberada del rígido yugo moral que la Iglesia católica, al fin y a la postre, aspira a perpetuar.