magínense ustedes que el mejor escritor francés de todo el siglo XX fuera un perfecto hijo de puta. ¿Qué haríamos con los escaparates de las librerías? ¿Y con las ediciones críticas de sus obras? ¿Habría libretas, bolsas de tela y tazas con su rostro? ¿Lo recordaríamos con monumentos de bronce, con grandes avenidas y parques íntimos de hoja caduca? ¿Decorarían las cafeterías del centro fragmentos de sus libros? ¿Qué se haría en nuestras queridas universidades?

El pasado suele avergonzar sobre todo a los hombres que no lo vivieron. Como una losa de mármol, se va posando sobre las generaciones hasta formar una pátina de silencio. Y el siglo XX es un campo extenso lleno de agujeros por los que guardarlo. Temerosos de que los atrape el barro, las instituciones, los profesores y los estudiantes suelen mirar hacia otro lado con tal de no mancharse. Uno de los agujeros más oscuros y sucios de la literatura es el de Louis-Ferdinand Céline.

El problema que plantea Céline es que no hay nadie que refleje mejor la historia francesa y europea, tanto su figura como su obra. Todo en él es un reflejo en el que se ha mirado nuestro pasado. Sus libros están pegados a los hechos ocurridos y sacan a la luz, en muchos casos, lo peor de nosotros mismos. Un recuerdo que se ha intentado borrar, pero que apesta con fuerza bajo nuestros pies.

Céline se enroló como voluntario en el Ejército francés en 1914. Ni por patriotismo ni por locura. Como muchos jóvenes del momento, una fuerza invisible los empujó hacia las fronteras. Destinado a Ypres, vivirá los peores días de una contienda encarnizada. El delirio de la destrucción a gran escala. En aquella batalla, durmiendo al raso bajo cero y rodeado de ratas, el escritor fue herido por un obús. Las cuantiosas heridas le dejaron secuelas de por vida en un brazo y un zumbido constante en el oído. Aquel sonido que se alojó para siempre dentro de su cabeza lo arrastraría en muchas ocasiones hasta la desesperación. Tras pasar por varios hospitales psiquiátricos, Céline decide embarcarse hacia la África colonial para dirigir una explotación forestal. Allí contraerá la malaria que a punto estuvo, de nuevo, de llevarlo directo a la muerte.

Estos son los dos puntos esenciales de la mejor novela escrita en el siglo pasado en francés. Viaje al final de la noche, publicado en 1932, supone una culminación estilística, pues utiliza un lenguaje callejero, plagado de jerga popular y de insultos, al mismo tiempo que pasajes líricos de alta calidad. Pero también es un relato verídico de una Francia anterior a la invasión nazi. Un país exaltado de patriotismo y que jugaba sucio en África, extendiendo la esclavitud en sus colonias. Ferdinand Bardamu, el protagonista, es un joven que deserta de las filas francesas en la I Guerra Mundial. Rechazado por la sociedad, deambula de hospital en hospital, explorando los bajos fondos en un mundo dominado por la violencia. Decide marcharse a África, donde encuentra un panorama desolador: la élite francesa de las compañías coloniales mantiene un régimen de pederastia y esclavitud propio de otros siglos. Toda la novela es una búsqueda desesperada por un lugar en el mundo. Un lugar que no llega y que solo tiene refugio en la noche.

El libro, en efecto, saca lo peor de Francia. Lo peor del escritor vendría después, pues hasta el momento solo había sido una víctima. Céline, a medida que se van acercando los años cuarenta, radicaliza sus posturas políticas. Le seducen aquellos discursos enérgicos de Hitler. Y de las palabras, a los hechos. O a más palabras. En 1938 publica dos panfletos políticos que destilan el peor antisemitismo jamás escrito en Francia. Y se ha escrito mucho. Hablamos de Bagatelas para una masacre y La escuela de los cadáveres. En ellos dice: «Si Hitler me dijera: '¡Ferdinand! ¡Llegó la hora del gran reparto! Repartimos todo', ¡sería mi colega! Los judi?os prometieron repartir y mintieron como siempre... Hitler no miente como los judíos, él no dice soy tu hermano, él dice, 'el derecho es la fuerza'». Se acercaba a las esvásticas.

Requieren los tiempos actuales que nuestros artistas sean buenas personas. Al mismo nivel, sus acciones deben estar en sintonía con sus obras. No aceptamos que un buen escritor pueda ser una persona con la que jamás desearíamos toparnos por la calle o tomarnos un café. Veo difícil que pueda soportar más de una hora al lado de una persona como Quevedo, pero su obra me acompañará hasta el día en que deje de leer. Lo mismo sucede con Cela. Por no hablar de lo insoportable que tuvo que ser Lorca y sus tertulias clasistas en donde vetaba a Miguel Hernández.

En el año 2011 preparaba con mis compañeros de la Sorbona un homenaje a Céline por el cincuenta aniversario de su muerte. El Ministerio, ante las presiones culturales (qué gran eufemismo) decidió suspender cualquier conmemoración. La persona y la obra quedaban excluidos. No habría fuegos fatuos. Yo acababa de leer Viaje al final de la noche y me sentía cautivado. Recuerdo que caminaba de noche creyéndome una suerte de Bardamu. Ahora nos imponían un silencio tan vergonzoso como los ideales de Céline.

A este paso, leeremos solamente a buenas personas, salvadores de gatos callejeros y capaces de reciclar con un grado de perfección superior al de su prosa. La escritura es lo de menos. Sed buenos, que ya escribiréis bien. Perdón. Sed buenos, que alguien nos tendrá que leer.