18 de octubre

El río Kwai. Durante la Segunda Guerra Mundial los japoneses, que habían conquistado buena parte de la península de Indochina, se propusieron levantar una línea ferroviaria que uniese Bangkok con Birmania para el transporte de tropas y suministros. Sesenta mil prisioneros aliados y ciento ochenta mil asiáticos tuvieron que abrirse paso a través de la selva en condiciones no menos crueles y vejatorias que las de Auschwitz. Muchos de ellos murieron entre atroces padecimientos. Aún puede visitarse un desfiladero abierto a pico en la roca (Hellfire Pass) donde los supervivientes o sus herederos siguen depositando banderas australianas, británicas y norteamericanas. Aquellos desdichados prisioneros también tuvieron que levantar un puente de madera sobre el río Mae Klong.

Sería uno de tantos episodios infames de aquella guerra si el francés Pierre Boulle no lo hubiese novelado y el inglés David Lean llevado al cine. El puente sobre el río Kwai ganó siete Oscar y su melodía compite en fama con la de Jingle Bells; de chavales, solíamos silbarla en nuestras excursiones. Poco importa que aquel puente ya no exista, que los barracones de bambú con dibujos hechos por los prisioneros sean una reconstrucción o que el río Mae Klong haya pasado a ser rebautizado, descaradamente, con el nombre de uno de sus afluentes: el Kwai. La magia del cine puede con todo. Mercadillos donde se vende ropa, cocos o falsos zafiros se congregan en torno a un puente de hierro traído desde Java, y los turistas se agolpan para fotografiar el paso del tren por una vía distinta a la que levantaron los reos, hoy abandonada.

De nuevo pienso en términos cinematográficos horas después, mientras nos desplazamos por el río Kwai en una lancha a ras de superficie y el agua me salpica la cara y veo en ambas orillas cocoteros, bambúes, árboles inclinados cuyas ramas acarician la corriente. Siento que soy el capitán Willard en Apocalypse Now, remontando el río Nung, y vuelvo a sentirlo un poco más tarde, cuando me cruzo en la selva con hombres que tienen la cara pintada de amarillo y me tumbo en una cama boca arriba mientras gira sobre mi cabeza un gran ventilador. Pero esto no es ni de lejos un cuartucho de Saigón, sino cierto lujoso ‘resort’ a orillas del Kwai que recuerda a una aldea polinesia y en el que trabajan miembros de la tribu mon. Nos bañamos apaciblemente en el agua tibia de una de sus piscinas. Los grillos, escondidos entre los bungalós, anuncian la llegada de la noche tropical.

19 de octubre

Bajo la tutela de Num. Para realizar esta excursión por el interior del país nos hemos rendido al turismo organizado, incorporándonos a un autobús donde viaja una treintena de compatriotas (cien mil españoles visitan Tailandia cada año). La mayoría son más jóvenes que nosotros y visten ropa deportiva comprada en Decathlon, Sprinter o cualquier franquicia similar: lejos queda aquel viajero occidental que paseaba sudoroso por los trópicos con su traje de lino arrugado y su sombrero panamá. Otros son los desencantos asociados al turismo masivo, como guardar turno ante los monumentos para hacerse fotografías (intercambiando móviles), ingerir desayunos absurdamente copiosos en los bufés o comprar souvenirs a nativos ya resabiados (las legendarias mujeres jirafa, que descubrí de niño en el libro Costumbres y creencias raras de Hyatt Verrill, han aprendido a decir en español ‘hola’, ‘adiós’ y ‘trescientos baths’).

En el autobús se hallan representadas prácticamente todas las regiones de nuestro país; hemos importado, incluso, la situación política: hay dos parejas de catalanes que sólo hablan entre sí en su idioma y que no se relacionan con los demás. A cadenas internacionales como la CNN llegan por estos días dos noticias procedentes de España: las manifestaciones en Barcelona (tras la sentencia contra los políticos independentistas) y la exhumación de Franco. En nuestro grupo, como en cualquier otro, se va desarrollando una espontánea dinámica de relaciones: algunas personas te resultan detestables a primera vista, mientras que por otras sientes inmediata afinidad. Hago un esfuerzo en socializar.

Desde el primer día, trabamos confianza con una pareja de recién casados de Albacete, él profesor y ella dependiente.

Todo grupo de turistas rinde obediencia, durante los días que dura su existencia, a ese líder efímero (padre y gurú) que es su guía. Nosotros viajamos bajo la tutela de Num, tailandés de 53 años que habla un español poblado de infinitivos, onomatopeyas y reiteraciones, un tipo que combina inteligencia con gracia y que, probablemente, triunfaría como monologuista en España. Sus charlas son tan nutritivas como divertidas, y al hablar de los nacionales de cualquier otro país (birmanos, japoneses, chinos) suele arrancar la carcajada general. Entre las muchas anécdotas que cuenta destaca la de cierto jardinero tailandés, Kiangkrai Techamong, quien hace treinta años trabajó en Arabia Saudí para el príncipe Faisal.

Techamong robó de palacio noventa kilogramos en joyas (incluido un fastuoso diamante azul), los mandó a Tailandia en una bolsa de aspiradora y, poco después, se marchó él también. Detectado el robo, las autoridades tailandesas detuvieron tanto a Techamong como al joyero que hacía de intermediario. Sin embargo, muchas de las joyas devueltas a Arabia resultaron ser falsas. A esto siguió una rocambolesca historia de funcionarios tailandeses corruptos y diplomáticos saudíes asesinados que, a día de hoy, aún no se ha desentrañado. Las joyas siguen sin aparecer. Arabia Saudí y Tailandia no mantienen relaciones desde entonces, lo que ha supuesto una pérdida de miles de millones de dólares para las arcas públicas tailandesas.

20 de octubre

44 letras. Si en Bangkok los rótulos y prospectos suelen estar subtitulados en inglés, en el interior es habitual que todo esté escrito exclusivamente en tailandés. Su alfabeto deriva del camboyano y hunde sus raíces en el sánscrito. Las letras (hay 44) están rematadas con florituras y adornos, lo que parece haberse extendido a todos los aspectos de la vida cotidiana: una servilleta, una cortina o un rollo de papel higiénico nunca es doblado sin una especie de remate artístico, del mismo modo en que los tuktuks están primorosamente decorados, las sandías nunca se cortan de cualquier manera y toda conversación concluye siempre con una sutil reverencia.