La especie humana ama los lugares; en cambio, pasamos más tiempo destruyendo lugares que construyéndolos. Hacer habitable un lugar ha dejado de ser el objetivo de urbanistas, políticos, empresarios y arquitectos; se trata de hacerlos rentables. El lugar, a diferencia del espacio o del territorio, es un punto específico permeado por la identidad de un grupo social. Se trata, por tanto, de un espacio cargado de gran simbolismo cultural. Joan Nogué en su libro La construcción social del paisaje afirma que para que existan lugares singulares es necesario que un sujeto los perciba como tales. Los lugares singulares, como los paisajes, no existen independientemente del individuo, existen en relación con él. La mejor forma de definir estos sitios es entenderlos como una porción de naturaleza vivenciada, percibida e interiorizada a lo largo de décadas por los hombres que viven en ese entorno.

Así, los lugares que habitamos albergan las experiencias, emociones y las historias de las personas; construyen la memoria y la identidad del grupo social. Es en estos espacios que sus habitantes toman conciencia de poseer una cultura común. El otro día Paco Nadal publicaba en su blog de El País un texto bellísimo : Aquellos Maravillosos veraneos (que no volverán) en el Mar Menor, recordando cómo los momentos de su infancia en este lugar habían cimentado el edificio de su memoria. Se trataba de recuerdos que en diversas circunstancias hemos vivido todos y que nos acaban construyendo una identidad común.

Los lugares singulares, como el Mar Menor, poseen un gran capacidad de transferir identidad a la ciudadanía. Por ello, al destruirlos, destruimos también la identidad cultural del grupo social, los lazos invisibles que nos cohesionan y unen emocionalmente, des-historizamos a la comunidad. Los estudios ingleses consideran a sus paisajes como un elemento fundacional de su 'anglicidad': Landscapes and Englishness ( David Matless, 1998), igual que los bosques alemanes forman parte del ser germano y gran parte de la cultura alemana ha utilizado el bosque como metáfora de expresión filosófica, literaria, musical y plástica.

Es muy significativo, y este es un dato social importante, cómo han proliferado en la Región de Murcia las plataformas en defensa del territorio y de los lugares singulares hasta convertirse en agentes sociales fundamentales: Plataforma en defensa del Mar Menor, de la Vías Pecuarias, del Cine Rex, de la Cárcel Vieja? Este dato demuestra, en primer lugar, que las políticas de agresiones a lugares singulares a causa de la mercantilización, la inacción política o la búsqueda de rentabilidad son muy frecuentes. Y en segundo lugar confirma el arraigo y el compromiso de la ciudadanía con los lugares que habita y con los que se identifica, cuando estos se ven comprometidos por procesos urbanísticos agresivos que los degradan y mercantilizan. Desgraciadamente el proceso de degeneración y destrucción medioambiental del Mar Menor en términos de biodiversidad, ecosistema y pérdida de vida es irreparable. La muerte de toneladas de peces y crustáceos por asfixia debido a la eutrofización de la laguna es una tragedia sin precedentes.

En la Región de Murcia, en el último cuarto de siglo hemos modificado lugares, paisajes y territorios a una velocidad exponencial. La industria de la minería, el urbanismo descontrolado y la agricultura intensiva han acabado transformado y exterminando la costa y la huerta murciana. El resultad final, de esta homogeneización y progresivo empobrecimiento, es la pérdida de identidad de los lugares singulares de referencia, paisajes que en su día construyeron procesos de socialización con una gran carga simbólica, cultural, social, literaria, artística y por supuesto vivencial como es el caso del Mar Menor.

Sucede que en este contexto global en el que vivimos, el sentido del lugar es importante. Frente a la globalización que nos desarraiga a través de las tecnologías, el mundo real se ha convertido en el enclave y el lugar de la identidad. Desde luego que las redes sociales no satisfacen la necesidad de vínculos comunitarios y tampoco el ciberespacio es tierra firme sobre la que pisar. Es por ello que en estos tiempos de desarraigo global y creación de identidades frágiles y falsas comunidades, necesitemos más que nunca preservar los lugares singulares, esos paisajes propios que nos recuerdan quienes somos y nos proporcionan calidad de vida y bienestar.

Como sostienen sociólogos, arquitectos, y geógrafos la calidad de vida de un territorio se mide por la cantidad de lugares de identidad que es capaz de crear, conservar o construir para el bienestar de sus ciudadanos. Por ello, es necesario impulsar, también, junto con la justicia medioambiental una ética territorial que defienda y proteja el territorio que constituye la base de la comunidad. Desarrollar una conciencia del lugar y del paisaje que permita proteger estas porciones del territorio tan singulares y tratarlas como un bien.

La destrucción de los lugares, su estandarización y homogeneización, destruye además del valor ecológico, la historia y la identidad de las comunidades que lo habitan. Cuando se destruye un lugar, la comunidad se des-historiza. No es un fenómeno extraño que la búsqueda de relatos patrios, pasados gloriosos y otras formas del nacionalismos simbólicos suceda en regiones empobrecidas dónde se han destruido los lugares de identidad y cortados los lazos comunitarios, regiones sin-un-lugar-en-el-mundo que les identifique, esta es sin duda una causa más del gran desierto de lo real por el que avanza el totalitarismo.