Yo, Francesco de Bolonia, llamado a causa del nombre de mi maestro también Francesco Francia, el mayor artista bajo el gobierno de los Bentivoglio, los frescos de cuyo palacio salieron de mis manos, celebrado grabador de esta ciudad, me encuentro próximo a rendir cuentas a mi Creador. Apenas sin fuerzas para dictar estas palabras, me aferro a la belleza que he creado en vida, pienso en mi hijo, noble, bello de perfectas maneras; pienso en mis obras tan modestas como queridas que me sobrevivirán y guardarán mi nombre durante el tiempo que Dios quiera para que ilustren sus propósitos de salvación para la humanidad.

Mis manos iluminaron el bautismo de Cristo y mis pinceles acariciaron la forma de Jesús Niño mientras su divina Madre le adoraba rodeada de rosas silvestres. Me consuelo levemente mientras el dolor parte mi alma en dos mitades y me conduce inevitablemente a la muerte. Regocijado en el arte que siempre cultivé, admiré los modelos de los grandes artistas, amé la expresión en perfecto equilibro con lo visible, con la forma; jamás recargué una pintura con figuras o detalles innecesarios. Concentré la expresión en el rostro, un rostro en calma, en contemplación. Y como grabador amé las formas solo en cuanto medio para la expresión de un verdadero mensaje superior, de una revelación inaccesible a los sentidos que debía expresarse visualmente en la materia, en el metal. Hice grandes cosas para los Bentivoglio y sus aliados. El mejor medallón que sin duda tenga Isabella d'Este es obra mía, lo saben todos en Ferrara, y ni siquiera pude ver al modelo, sino que escuché atentamente cómo la describían quienes la conocían.

Era grande y me sentía fuerte pues me sabía bien dispuesto y rico en talentos que Dios había querido poner en mi espíritu para servirle, en mi soberbia pensé que sería el mejor artista de Italia. Pero hacia el final de mis días, Dios me hizo comprender mi pequeñez, y estando avanzado en años me fue dado ver dos veces, como dos puñaladas, directamente y cara a cara la revelación más profunda y terrible con que el Altísimo, sirviéndose de mano humana, puede mostrarnos lo que hay bajo el manto de un mundo de imágenes y apariencias, cuando se descorre el velo sensible que oculta la verdad más pura entremezclando la belleza y el miedo, pues contemplar la obra divina plasmada en la materia, como si quisiera salir de ella, es un acontecimiento terrible, sobrecogedor, casi imposible de soportar.

La belleza puede matar, y diría juzgando mi caso, que la belleza es solo otro nombre para aquello que es terrible pero que la mirada es capaz de soportar más tiempo, por ello más peligrosa aún pues cuando ésta entra por los ojos sin ser advertida y a traición, se clava profundamente en las entrañas del corazón. La belleza celestial me arrebata y así yo ahora, sin remedio, herido por la flecha más terrible abandono mi cuerpo y entrego el alma.

Mis asesinos fueron dos hombres ilustres y grandes artistas. Miguel Ángel fue el primero en herirme, insistí en ver su estatua del papa Giulio y para mi perdición me lo concedió. La mirada tremenda de la estatua me turbó y no atiné a decir más que palabras sin sentido que provocaron la ira de su artífice, el cual me arrancó de su presencia con gestos terribles. Pensé que jamás vería algo así nuevamente, hasta que Rafael Sanzio, a quien solo conocía por su fama y sus cartas, me solicitó que inspeccionara las condiciones con que su pintura sobre el éxtasis de Santa Cecilia llegaba a Bolonia; él mismo me daba permiso para que una vez comprobado el estado del embalaje viera si la obra había sufrido daños y me pedía una crítica amistosa, me llamaba su amigo y su maestro. Lo que allí vi, deseando comprobar la fama de aquel joven pintor, fue terrible. Mis ojos se dirigieron a la santa, pero su mirada estaba ya fuera de este mundo, podía escuchar el sonido de los instrumentos del pueblo dejados caer al suelo y cómo aún se percibían los acordes del órgano que flotaban en el aire en el momento de abrirse el cielo. Jamás contemplé obra alguna donde la perfección de las formas pictóricas y musicales pudiera abrir una ventana a través de la cual ver el hogar del que todos partimos antes de unir nuestras almas a nuestros cuerpos materiales. Quedé turbado y sin sentido mientras mis ojos percibían la música de las esferas; torpe en palabras como el día en que vi la estatua, apenas pude decirle al enviado del cardenal Lorenzo Puci que la obra estaba en perfecto orden.

Como un guerrero ve atravesada su armadura por una saeta que un experto ballestero ha conseguido introducir por entre las juntas de la coraza, también yo herido de puro amor, de pura belleza, terrible, tan diáfana que dolía, encaminé mis pasos como pude entre lágrimas sabiendo que mi arte sería considerado hermoso por muchos pero inferior en comparación. El dolor me desgarra ahora, pero pronto tendré la dicha suprema, cuando cierre los ojos, de volverlos a abrir ante la presencia de la belleza original que ha inspirado el amor que me ha matado.