A los caídos en la Gran Guerra

En el verano de 1918, en un texto titulado posteriormente El bosquecillo 125, Ernst Jünger escribe las vivencias, los recuerdos del final de la Gran Guerra, tras una primavera terrible en donde el material de guerra ha alcanzado cotas increíbles. Jünger desea vivir, aunque sólo sea por leer tranquilamente los recuerdos que está desgranando en sus cuadernos, aunque sólo sea por saber qué hay más allá del conflicto bélico. En medio de los ruidos de la guerra, que se han vuelto familiares, Jünger siente la necesidad de mostrar su comunión espiritual con sus camaradas, a los que admira porque serían capaces de morir «con la dignidad con que hay que morir» en un lugar «donde el ser humano no es nada más que aquello que dentro de sí lleva».

Es una comunidad masculina arraigada en unos valores casi olvidados, unida por los trabajos que se han realizado y por la sangre derramada. Jünger sabe que no hay ninguna cosa que pueda unirlos más. Es el ser humano en su estado primitivo frente a la naturaleza, fuera de la civilización. Por eso, cuando una buena mañana se adentra en el petrificado bosquecillo 125, desolado por la lucha, Jünger siente que se reencuentra y se convierte en un fragmento de la Naturaleza.

El espíritu de unidad que anida en los soldados es particularmente significativo en los aviadores, porque estos hombres representan una nueva forma de manifestarse el ser humano, que hasta ahora resultaba desconocida. La cohesión y la fortaleza del proceso espiritual se manifiestan sobre todo cuando fallece uno de los aviadores. Los funerales están preñados de una extraña alegría.

En contraste con el paisaje, que Jünger parece disfrutar, el tedio y el aburrimiento se han instalado entre los soldados, ajenos al acontecimiento extraordinario del cual son testigos. En los ratos libres, los soldados beben aguardiente, escriben cartas o matan ratas. Algunos han acudido al campo de batalla con un cuaderno, a modo de diario de guerra, pero la mayoría apenas son capaces de garabatear unas cuantas líneas. Relajados, los soldados se ocupan en nimiedades de toda índole. «La gente», escribe Jünger, «retorna a los hábitos sencillos del hombre primitivo».

A pesar de que le duele decirlo, Jünger siente el debilitamiento físico y moral de los soldados. La inseguridad y la incertidumbre son los sentimientos predominantes. Un soldado, «mensajero de una raza más libre y más valerosa», anuncia que se ha perdido el bosquecillo 125, el bosque al que se le ha otorgado este número porque no tiene nombre, un lugar que se ha convertido en el símbolo de la resistencia alemana. Su pérdida anuncia acaso que se avecina el final de la guerra.

Entretanto, mientras bebe y se divierte con algunos camaradas en una de las trincheras, Jünger cuenta que un joven alemán es alcanzado por un proyectil cerca del Camino de Puisieux, junto al bosquecillo 125. Arrojado por la onda expansiva, el soldado rueda por la trinchera con una tremenda herida en la cabeza. Cuando se acerca al soldado, ya fallecido y rodeado por sus camaradas, Jünger observa que el cadáver presenta una cierta grandeza y calma, como todos los caídos al poco de morir. Esta dignidad en el muerto, expresada en la postura de las manos, medio cerradas encima del pecho y en el modo en que está tendido el cuerpo, tal vez se debe a que los muertos poseen «una fuerza secreta, irrefutable». Pero lo más sorprendente y hermoso del relato de Jünger es que, antes de fallecer agonizando, mientras unos camaradas vendaban el cerebro destrozado del soldado, como un recuerdo que emana del interior del ser humano, el soldado había sido capaz de recordar la estrofa de una canción militar que decía más o menos algo así: Wir sind die Könige der Stunde, Markante Rasse, o lo que es lo mismo, «somos los reyes del momento, una raza señalada».