1O DE JUNIO

Tacto frío. Me basta un par de sesiones para devorar Serotonina, el último libro de Michel Houellebecq, único francés entre los autores vivos que más admiro. Sus novelas están impregnadas de un humor ácido y bien pertrechadas de afirmaciones políticamente incorrectas (incluso salvajemente incorrectas). Que los libros de Houellebecq se vendan bien es prueba de que, en una época de eufemismos y medias tintas como ésta, necesitamos que alguien saque los pies del plato. Él se ha jugado el cuello, por ejemplo, deslizando afirmaciones sobre el islamismo que muy pocos osarían hacer.

La novela se inicia en Almería, donde Houellebecq tiene (o tenía) una casa. El argumento en sí no importa mucho («cómo me cansa el argumento», decía Miguel Sánchez Robles) porque lo que importa es el estilo, ese sabio equilibrio entre digresión y acción que nos deleita y nos arrastra hasta el final. Las primeras páginas contienen esta sugestiva observación: la economía de Franco se saltó la etapa industrial y apostó directamente por el sector servicios, anticipándose así a los demás países y convirtiendo a España en pionera mundial del turismo, lo cual le proporcionó una ventaja competitiva que aún mantiene.

Nadie diría que la mente de la que ha nacido este libro pueda ser la misma que se aloja en el cuerpo físico del mortal llamado Michel Houellebecq. Hace unos años tuvimos el honor de recibirlo en este pueblo, y su aspecto y actitud descolocaron por completo a todos. En un correo se lo describí así a Ángel Olgoso: «Llegó vestido y peinado como un mendigo al que hubieran recogido de algún andén de metro, sumido en un estado como de alucinación o alelamiento. [€] Quedó patente que entendía el inglés y el español, pero, si lo abordabas en cualquiera de ambos, reaccionaba como si le hablases en alguna lengua alienígena. Fumaba como una bestia y masticaba la boquilla de los cigarrillos hasta dejarla plana».

Mes y medio atrás, Valérie Tasso me había estado contando que, para escribir La posibilidad de una isla, Houellebecq se enclaustró en una habitación durante meses, fumando cuatro o cinco paquetes diarios y sin apenas comer; cuando le puso punto final, había perdido 25 kilos. La noche en que vino aquí tuve la oportunidad de cenar con él y sus acólitos, pero el plan me resultaba tan incómodo que, sin llegar a tomar asiento, me despedí de él con un enchanté y un au revoir! El tacto de su mano era blando y frío como el de un calamar recién sacado del agua. Hemingway desaconsejaba conocer a los escritores que admiramos. Aquella extraña visita, sin embargo, no me ha impedido seguir leyendo con fruición la obra entera de Houellebecq.

11 DE JUNIO

Viajes gélidos. En 1999, una expedición inglesa halló el cadáver de George Mallory en las faldas del Everest. Llevaba allí congelado 75 años, desde que, en 1924, falleciera junto a su compañero de cordada Andrew Irvine. Pero esa expedición no logró dilucidar si Mallory e Irvine habían llegado a conquistar la cumbre más alta del planeta (llamada también 'el Tercer Polo') antes de que lo hiciesen Hillary y Tenzing en 1953. No es este popular enigma, sin embargo, lo que más me ha atraído del libro Perdidos en el Everest, de Peter Firstbrook, sino la propia figura de Mallory.

Desorganizado e impulsivo, se negaba a emplear botellas de oxígeno y, dos años antes, había intentado un ataque a la cumbre en condiciones meteorológicas que cualquier otro hubiese evitado, provocando así la muerte por alud de siete sherpas. George Mallory me ha recordado en gran medida a Robert Falcon Scott, quien (famosamente) murió intentando conquistar el Polo Sur cuando ya se le había anticipado el noruego Roald Amundsen. Leí en su día tanto Polo Sur, escrito por el propio Amundsen, como El peor viaje del mundo, obra de uno de los compañeros supervivientes de Scott, Apsley Cherry-Garrard. Dos lecturas fascinantes.

En ellas queda bien patente que Amundsen planificó su expedición meticulosamente, eligiendo las rutas y los equipos más adecuados. Scott, en cambio, dejó no pocas cosas en manos de la improvisación o de la providencia, como si creyera (al igual que Mallory) que su pertenencia al Imperio Británico lo hacía invencible e invulnerable. Es extraño que Inglaterra haya elevado a la categoría de héroes a dos perdedores que actuaron con más corazón que cabeza, lo que parece ir contra el tópico de la flema británica. Tal vez su relevancia reside en que fracasaron a lo grande, sacrificando sus vidas para conquistar el segundo y tercer polos (respectivamente) en nombre de su patria. Hay algo romántico en todo eso.

14 DE JUNIO

Almuerzos cálidos. Comemos en una venta de carretera próxima a La Unión. Tras los entrantes, nos sirven un conejo a la brasa con guarnición. La carne me parece poco hecha y le pido a la camarera que la pasen un poco más por el fuego. Tarda una eternidad en regresar. Durante la espera me vienen a la cabeza esas ocasiones en que, cuando le dices al barman que te ha servido tibio el café con leche, lo recalienta de tal manera (llevado por una especie de reacción infantil) que no puedes ni aproximártelo a los labios durante los diez minutos siguientes. Temo que, por el mismo razonamiento, nos traigan el conejo carbonizado; por suerte, éste regresa con su carne al punto.

En la sobremesa, Teresa y yo recordamos algunas de las comidas que forman parte de nuestra mitología gastronómica privada. Aquel rape a la brasa que saboreamos (acompañado de una botella de chacolí) en Guetaria, a orillas del Cantábrico. La botifarra amb mongetes que devoramos junto a lonchas de pa amb tomaca hechas al fuego en una oscura masía de la falda del Montseny, mientras afuera caía la tarde otoñal. La olla gigantesca llena de anguilas que engullí en Aveiro (la Venecia portuguesa). El prodigioso puchero canario que nos sirvieron en una aldea de las medianías de Tenerife. Aquellos filetes de ballena en cierto barracón del puerto de Reikiavik... La lista es larga y adquiere resonancias épicas. Todo el mundo podría componer la suya propia.