La paternidad es una etapa única, maravillosa. Pero, como casi todo, también tiene sus daños colaterales. Inevitablemente nos va a cambiar. ¿El matrimonio? No tiene por qué. ¿Ser padre? Definitivamente, sí. Más o menos. A mejor o a peor. Antes o después. Pero nos va a hacer diferentes de aquel cada vez más desconocido y lejano «yo sin hijos».

Aunque mi pequeño Javier me sirve para engañarme e intentar justificar esas canas y kilos que han aparecido por arte de magia, el cambio, como la procesión, se lleva por dentro. Ahora, entre pañal y biberón, siesta y paseo, lavadora y recoger la casa, a veces, cuando me queda batería (y ganas), hago un poco de introspección y me doy cuenta que desde que firmé este contrato indefinido mi vida ha cambiado mucho.

Mi nuevo yo se siente afortunado cuando duerme más de cuatro horas seguidas. Ya no padece de envidia sana cuando ve un deportivo de lujo, sino que automáticamente piensa en el espacio del maletero. Ya no busca Estrellas Michelín, sino restaurantes con zona infantil y sufre de atención selectiva involuntaria para encontrar 2X1, segunda unidad al 70% u otras ofertas de la categoría 'cosas de bebé'.

Más temprano que tarde llega la conversación sobre guarderías y colegios. En eso suele y debe haber consenso: todos queremos ya no sólo la mejor enseñanza para nuestros hijos, queremos la mejor educación y que sean felices. Por eso miramos rankings en internet, preguntamos a conocidos y no tan conocidos, visitamos colegios, etc. Curiosamente, en algún punto de esa incesante búsqueda del cole diez, es fácil que sintamos nostalgia y recordemos nuestros años escolares.

Comparar nuestras clases con las de ahora es como comparar Barrio Sésamo con las películas de Pixar. Otros tiempos. Sin embargo, independientemente de LOGSE o LOMCE, de EGB o ESO, de trilingüismo o 'unilingüismo', de escuelas de los 80 o del siglo XXI e incluso de aspectos personales como el haber sido buenos o malos estudiantes, al recordar esa etapa escolar casi siempre hay algún profesor al que recordamos con gran cariño y dispara un sinfín de anécdotas en nuestra memoria.

Las buenas escuelas no las hacen las pizarras digitales, las tablets que jubilan libros de texto o el tener mindfulness y robótica como extraescolares. ¿Eso ayuda? Seguro. Todo suma. Pero las buenas tienen algo más. Deben tenerlo. Y es que lo esencial sigue siendo invisible a los ojos, por eso, cuando quitamos el envoltorio, queda lo que de verdad importa. Eso que cuando pasa el tiempo hace que tengas un buen o mal sabor de boca. Eso que no suma sino multiplica. Los profesores.

Miquel Massot, de raza profesor, siempre aparece en mi memoria cuando recuerdo mi etapa escolar. Libre asociación de ideas o cesto de cerezas decía. Queremos lo mejor para nuestros hijos y sin duda él ha sido el mejor profesor que he podido tener y el modelo de profesor que querría para Javier.

Miquel no necesitaba pizarras digitales ni internet. Menos mal porque a principios de los noventa las mayores tecnologías con las que contábamos en nuestra clase eran el vídeo VHS y los bolígrafos con cuatro colores. Pero tampoco necesitaba aula. Muchas veces, con el buen tiempo, nos sacaba a las gradas del campo de fútbol, otros días debajo de los almendros del patio, el lugar era lo de menos. Vestido con su inseparable sonrisa y su cuaderno de cuadritos color rojo literatura, como decía él, nos daba sus clases y, en ocasiones, si aprovechábamos el tiempo, nos regalaba cinco o diez minutos para jugar con él o contarnos historias sobre sus Quevedos y Garcilasos.

«Examen», decía. Y ahí estábamos. Sin papel. Sin bolígrafo. Sin pupitre. Sin chuletas. Como un duelo del Lejano Oeste. Armados únicamente con lo que habíamos estudiado. «Siglo de Oro». «Góngora». Y por turnos, en las gradas o sentados bajo la sombra de esos almendros, le decíamos a viva voz píldoras sobre lo que nos pedía, puntuando más generosamente aquellas que él no había explicado en clase porque, como nos explicaba, tenían más mérito al haberlas investigado nosotros en el internet de nuestra época: las enciclopedias o libros de la biblioteca.

Tristemente mi hijo no podrá tenerle como profesor. Miquel falleció hace varios meses. Pero ese cariño y la sonrisa que me dibuja al recordar sus historias no hacen más que confirmarme que, más allá de envoltorios y otros extras, las personas son el elemento más valioso de cualquier colegio. De ellas seguirán dependiendo en gran medida las enseñanzas, la educación y la felicidad de tantos y tantos alumnos que se encuentran hoy construyendo la base de lo que serán mañana.