Un niño de seis años, el pequeño de la familia, volvió un día a su casa del colegio con una carta muy importante, que sólo debía leer su madre.

Ella la leyó en voz alta, y con lágrimas en la cara le dijo que era tan inteligente que ya no podían enseñarle más en el colegio. A partir de entonces tendría que enseñarle ella misma en casa, y así lo hizo. Ese niño era Thomas Alva Edison, el inventor de la bombilla, del fonógrafo, o de una curiosa máquina de recuento de votos, que fue su primera patente y que fue recibida con horror por las autoridades de entonces. A saber por qué.

Cuando era ya una genialidad reconocida mundialmente, tanto por la cantidad (tenía más de mil patentes) como por el ingenio de sus inventos, y tras morir su madre, encontró entre las pertenencias de ella un papel dobladito, y reconoció la carta con la que un día volvió del colegio. La leyó, y quedó petrificado y deshecho por lo que ponía. La carta no decía nada acerca de que fuese inteligente; es más, decía que era un niño mentalmente enfermo que no debía volver más al colegio.

Aquella mujer, sin embargo, no permitió que su hijo supiera del verdadero contenido de la carta, y protegió de hecho el secreto durante toda su vida. Tras conocer esto, Edison escribió en su diario: «Fui un niño mentalmente enfermo, al que su madre heroica convirtió en el genio del siglo».

A mí me encanta esta historia. Quisiera conocer, por gusto, al otro genio: el que calificó como mentalmente enfermo a Edison. Menudo burro. Menos mal que las madres sabemos más de nuestros hijos que algunos sabios.

Hace poco me mandaron un vídeo de Jane Goodall, la antropóloga. Me quedé alucinada, sobre todo porque pensaba que era el personaje que hacía Sigourney Weaver en Gorilas en la niebla, y creía con toda mi alma que la habían matado en la selva hace mil años.

Pero esa era Diane Fossey. Jane Goodall sigue viva a pesar de su activismo. Cuenta que se recuerda a sí misma, desde siempre, sintiendo curiosidad y pasión por los animales, y que cuando era pequeña, todo su empeño era descubrir cómo demonios salía un huevo de una gallina. No me digas que no te recuerda a Cristina. Cuenta que se escondió durante horas en un gallinero, hasta que vio cómo una gallina entraba, se sentaba, y al poco caía un huevo. Estuvo tanto tiempo dentro del gallinero con el experimento que cuando salió con el trofeo en la mano (e imagino que algún otro asqueroso adorno propio del lugar del hallazgo), su madre, que había incluso llamado a la Policía al no encontrarla por ninguna parte, gritó con ella de emoción, y la felicitó por su curiosidad y su tenacidad.

A lo más que he llegado yo es a acordar con Antonio el reto de aguantar veinticuatro horas sin cabrearme, y él el mismo tiempo portándose bien. El reto (para él, el leto mientras no domine la erre) lo conseguimos alargar hasta cuatro o cinco días, no sé, ya perdí la cuenta. Se nos ocurrió el día que le dije que se peinara para irnos al cole, y cuando me asomé al ver que tardaba, me encontré cómo estaban él y Cristina con las cabezas chorreando de agua, haciéndose peinados extraños, muertos de la risa. Para matarlos.

Qué pena no haber visto yo antes el vídeo de la Goodall, para felicitarles por su creatividad y animarles, quién sabe, a ser los próximos gurús de la imagen.