15 de DICIEMBRE

Conversaciones. Mientras estamos comiendo en un mesón de Alquerías, y el aire se va preñando de un batiburrillo de conversaciones ajenas, observo una vez más que, cuando la gente ingiere alcohol, uno de los temas que suele sacar a flote es el de las relaciones familiares. Nosotros no somos la excepción. En ocasiones, durante tales conversaciones, oigo batir las alas a los cuervos del rencor. Me acuerdo entonces de unas certeras palabras que dejó caer el otro día el escritor José Ovejero: que la familia es un refugio, pero, a la vez, una prisión.

18 de DICIEMBRE

Escritores. Cena navideña con el grupo literario La Molineta. El término ‘asociación de escritores’ (se lo he oído decir a Rafael Balanzá) no deja de ser un oxímoron. Aunque rehúyo todo cuanto huela a asociacionismo o asamblea, siempre estoy dispuesto a encuentros informales como éste. Saludo a Pedro Brotini, Ignacio Flórez, Yolanda Noguera, María Jesús Bo (alias ‘Akawi’), Teresa Soriano, Ismael Orcero y Diana Escribano. Me siento entre Paco López Mengual y Carmina Martínez Maricó, autora de la guía para moribundos Acompáñame.

Al fondo se halla Elías Meana, que extrae una nueva anécdota de su chistera de viejo lobo de mar. En los primeros años 70, navegaba de Filadelfia a Sagunto cuando, en mitad del Atlántico, un desplazamiento de carga causó una grave fractura craneal al capitán. Quien atendió al mensaje de socorro, telegrafiado por el propio Elías, fue un barco soviético situado a 350 millas. La tripulación española se quedó de piedra cuando vio subir a bordo (junto a dos graníticos soldados y a un comisario político) al doctor anunciado por los rusos: jamás hubiesen esperado que fuera una mujer… Los tiempos, afortunadamente, están cambiando.

21 de DICIEMBRE

Barcelona. Si la verdadera patria del hombre es la infancia, como quería Rilke, Barcelona es mi ciudad, porque éste es el lugar donde cobré conciencia del mundo y viví ininterrumpidamente entre los 3 y los 18 años. Mi padre, inspector de Hacienda, había pedido traslado a la capital catalana en 1966, y mis hermanos (Mari Carmen y Toni) nacerían ya aquí. Al principio vivíamos en el barrio Gótico, pero, antes de morir Franco, nos mudamos a un edificio del Eixample con veinte plantas y piscina en la azotea que, entonces, era el no va más de la modernidad. Habitado sobre todo por médicos, algunos lo llamaban ‘la Chocolatera’ por los paneles marrones que todavía decoran su fachada, aunque hoy salpicados de símbolos independentistas.

El edificio ha envejecido como lo han hecho mis padres, que siguen en este decimotercer piso desde cuyas ventanas he visto tantas veces el amanecer sobre el Mediterráneo. Mi padre acumula ochenta y siete años y el intervalo de vida que le resta es cada vez más estrecho; sin embargo, su aspecto es menos frágil de lo que esperaba. Mientras las enfermedades corrompen el cuerpo, uno sigue pensándose como un chaval. Cuando le pregunto por qué no baja al parque a tomar el sol, contesta: «El otro día se me sentó uno al lado a contarme su vida. No aguanto que los viejos me den la tabarra».

Durante la cena, mi madre (una década más joven) recuerda que con nueve años la mandaron a un pueblo remoto de Málaga, Sierra de Yeguas, para ‘despertarle el apetito’. Su tío Pablo, hermano de mi abuelo, era el secretario municipal y vivía con un hijo cura y otro seminarista. No había agua corriente ni cine y sólo se llegaba en tartana. En aquel interminable verano se hizo un tremendo corte con el vidrio de una ventana, que le cosió un veterinario y dejó una aparatosa cicatriz en su antebrazo. A mi hijo, todo esto le suena a la Edad Media. Mi padre dice: «¡Esta mujer… le han pasado cuatro cosas en la vida y las cuenta una y otra vez!». Que conserve la ironía es señal de que no está tan mal.

22 de DICIEMBRE

La Ciutadella. A las siete y media de la mañana, mientras todo el mundo duerme, siento el impulso de echarme a la calle para satisfacer mi faceta de caminante solitario, alejarme de la turbación y el ruido que, a veces, son los demás. Josep Pla definió la familia como «una institución que existe, un trasto misterioso y sagrado». Reina una temperatura magnífica en Barcelona y los primeros rayos de sol doran las azoteas. Las cotorras argentinas que invadieron hace años la ciudad vuelan en verdes y ruidosas bandadas sobre los plátanos y las palmeras.

Haber visto a mi padre casi impedido me hace caminar más ligero, respirar el aire a bocanadas, beber la luz del sol naciente, como si pensara: «Hazlo, ahora que puedes». Recorro el Passeig de Sant Joan hasta el parque de La Ciutadella, reeditando así algún paseo meditabundo de adolescencia o juventud, cuando mi relación con el universo era menos amable. «Ahora soy más joven que entonces», cantó Bob Dylan. Llego al parque. Hay gente corriendo en chándal o paseando perros. Dragones de piedra vomitan agua sobre un estanque. Una gaviota defeca sobre la broncínea cabeza del general Prim.

Todas estas construcciones se levantaron para la exposición universal de 1888. Como el Invernáculo. O como el Museo de Zoología: en mi infancia me fascinaba contemplar los animales de todo el planeta, disecados o en formol (la tenia, el albatros, el cangrejo gigante), que había en él. El parque de la Ciudadela, las novelas de Julio Verne y los viajes de exploración a los Polos o al África forman un todo reconfortante y enaltecedor dentro de mi cerebro. Cuando era niño, aún no había transcurrido tanto tiempo de todo aquello.

Si una imagen tengo grabada de este parque desde antiguo, son las raíces aéreas de ciertos ficus próximos a la estación de Francia. Me acerco a palpar su corteza áspera, cubierta de verrugas, que recuerda a la piel de un elefante. Ya no puedo esconderme entre sus pliegues como hacía antes... Ahora bien, ¿a quién diablos pueden importarle estas evocaciones? Recuerdo unas declaraciones del novelista Patrick MacCabe: «Me costó encontrar mi estilo pero, sobre todo, la arrogancia para creerme que a alguien podía interesarle lo que yo escribía».