Según la RAE, la indolencia es la cualidad del indolente y la definición de indolente indica que se trata de alguien que no se afecta o conmueve, que es flojo, perezoso, insensible y que no siente el dolor. Yo añadiría a esa definición, que el indolente no entiende ni siente el dolor ajeno. Estos últimos días hemos escuchado y leído la palabra indolencia para calificar la acción de la Justicia en un caso que afecta a esta región. Desde luego, es grave que quien se encarga de trabajar y ha de esforzarse por hacer cumplir la ley, haya caído en ese defecto, pero yo voy más allá y recurro a ese concepto para calificar a nuestra sociedad avanzada. La indolencia se ha instalado en los sillones de casa y nos atrae con la fuerza de un agujero negro. Nuestra manera de enfrentarnos al mundo va en proporción directa al número de dispositivos digitales que tenemos a nuestro alcance. Cuantos más dispositivos, menos esfuerzo; cuantas más pantallas miramos, menos sensibles nos volvemos y más esfuerzo nos supone todo.

Dice la RAE (es un ejercicio recomendable utilizar en diccionario a menudo) que el indolente no siente el dolor. Es sintomático como tenemos a todas horas información sobre catástrofes y atrocidades perpetradas por malvados, locos, terroristas o gobernantes, y las vemos y sentimos como si formaran parte de una serie de Netflix o de un videojuego. No sentimos repugnancia, no sentimos rabia, no sentimos compasión. Sin embargo, sí sentimos algo cuando el problema nos toca muy de cerca. Entonces lo percibimos como insoportable, intolerable, inadmisible y reaccionamos de manera desaforada y furibunda.

Extraños tiempos estos en los que el esfuerzo constante y continuado en nuestra vida personal se aprecia como una rareza. Queremos que nos regalen los títulos universitarios, queremos trabajos bien pagados sin trabajar, queremos coches, viajes, casas y dinerito en el bolsillo de manera indolente. Nos encanta contar en las redes sociales todas las cosas super chulas que hacemos pero si te entretienes en analizar lo que enseñamos al mundo, te das cuenta de que todos hacemos lo mismo, con ligeras variantes: salimos de excursión alguna vez que otra, vamos a centros comerciales, tomamos algo con la pareja o los amigos y nos hacemos seflies con cara feliz. La pereza es otro de los significados a los que hace referencia la definición de indolente y es además, para la tradición católica, uno de los Siete Pecados Capitales. Me viene a la memoria la película Seven en la que la pereza aparecía simbolizada en la tortura de un traficante de drogas y pederasta, que había sido mantenido vivo e inmovilizado durante un año exacto y que cuando lo encontraron, su cerebro estaba en un estado tan frágil, que el destello de una linterna lo podía hacer colapsar. Así es como están muchos cerebros a nuestro alrededor, en un estado tan monótono que cualquier estímulo que no sea el que proviene del mundo digital, los puede hacer colapsar. En este mundo hiperconectado, hiperestimulado, hiperglobalizado, pero a la vez hiperanestesiado, insensibilizado y nada empático, se hace necesario y cada vez, se oyen más iniciativas en este sentido, que nuestros niños, jóvenes y nosotros mismos, las personas maduritas; volvamos a ser conscientes de nuestro entorno, volvamos a oler, tocar, saborear y disfrutar la vida real, no la inventada.

Hay movimientos sociales que promueven lo analógico como una opción de vida. Lo vemos en la tele y en las redes sociales: las minicasas, los veganos, el sistema Montesori, energías renovables, los makers, los ecomercados, etc. Cuando empiezas a vivir en una casa pequeña que te da menos trabajo, menos gastos y es más sostenible empiezas a disfrutar de ella. Cuando utilizas un medio de transporte adecuado a tus necesidades de movilidad y además es respetuoso con el medio ambiente, disfrutas de tus desplazamientos. Cuando te alimentas de manera más sensata y ya no ves necesario comer todo el año lo que te apetece, sino que aceptas los productos de temporada, disfrutas de la variedad y de los sabores. Cuando cambias tu rutina diaria por pequeños gestos solidarios o relacionados con la cultura y la naturaleza, descubres que no es necesario hacer viajes transatlánticos para descubrir cosas. Resulta que las tienes al lado pero que nunca antes habías reparado en ellas.

El problema es que para todo eso se requiere un esfuerzo, se requiere un sentimiento y una necesidad vital, que es imposible de conseguir si nos instalamos en la indolencia que nos transmite nuestro sofá. También es necesario el relax, por supuesto, ya que no podemos caer tampoco en la locura de estar haciendo cosas diferentes a todas horas y todos los días. Como dice un refrán que usa a menudo una amiga mía: «Ni calvo, no siete pelucas».