Jiro Taniguchi, célebre creador y dibujante mangaka, debe ser reivindicado con justicia como un verdadero poeta de la naturaleza. Fue el cantor de escenarios como la montaña y el mar, de los lugares de iniciación, descubrimiento y revelación, aquellos que son la sede de fuerzas eternas, vinculadas misteriosamente con la humanidad. En su ciclo de relatos El hombre de la tundra la naturaleza se presenta bella y hermosa, sublime y cruel, maternal y homicida, en un maravilloso juego de contrastes. Con una innegable devoción por Jack London, Taniguchi introduce la figura del sabio guía de montaña en El viajero por tierras heladas, que se convierte en salvador de dos buscadores de oro mientras él mismo busca en las cumbres al animal totémico que constituye la única esperanza para su tribu. Por motivo de la profunda y lírica religiosidad natural de la que hace gala este habitante de la montaña, así como por los lazos de amistad con uno de los exploradores, recuerda a Dersú Uzala, el cazador que inmortalizó Akira Kurosawa a partir de la semblanza que de él trazó Vladimir Arseniev.

No se oculta en la obra de Taniguchi que la naturaleza puede ser mortífera, pero siempre hay un lugar de honor en el banquete para que se siente la esperanza, así ocurre en Regreso al mar donde las ballenas, veneradas por pueblos indígenas como antepasado común de todos los hombres, dan al autor ocasión para defender que la humanidad no es la señora de las criaturas sino una hermana más entre ellas y que comparte origen y destino con todos los seres vivos de la Tierra.

Taniguchi traslada esa visión lírica de la vida y la naturaleza al destino final del hombre en sus Crónicas de la edad glacial. Con la apariencia de un drama postapocalíptico, se trata fundamentalmente de un canto a la esperanza por la redención y la posibilidad de la reconciliación con la naturaleza. La humanidad, sumida en una edad de hielo, malvive en un desierto gélido y al margen de explotaciones mineras que buscan carbón; la vida, débil, apenas logra afirmarse en latitudes ecuatoriales. En el relato de Taniguchi el planeta comienza a cambiar de manera inusitadamente rápida, la edad glacial termina y ante los ojos atónitos de los supervivientes brotan sorprendentes formas de vida. La naturaleza se renueva con fuerza y celeridad jamás vistas. La humanidad ahora es obligada a enfrentarse con un entorno biológico en permanente transformación, que además adquiere una dimensión inquietante cuando, por primera vez, brota una conciencia colectiva asimilable a una vida mental y espiritual plenamente consciente de sí. El ser humano, aun lejos de comprender el fenómeno de la vida irrumpiendo como amenaza directa, queda a merced de un milagro tan solo, milagro que finalmente se opera a través de un protagonista inicialmente oscuro, el joven Takeru, cuyos rasgos revelan al intermediario necesario entre la naturaleza y la humanidad.

La catástrofe, como si fueran los dolores de un parto, parece en sí misma portadora de vida y junto a las fuerzas antaño dormidas pero ahora activas y renovadas, surge también una nueva espiritualidad, que pone fin a la relación destructora que durante milenios promovió el hombre contra la naturaleza para iniciar una época pacífica en que literalmente nuestra especie hable y se comunique con el resto de los seres vivientes.

Es el sueño de un planeta vivo en el que la humanidad acepta de buen grado ser una fibra del tapiz y no la mano que lo teje. Este canto nuevo, toda una teogonía, brota a través del gran artista gráfico Jiro Taniguchi, quien se revela como el cantor de una gran epopeya o el profeta de una nueva edad. Precisamente en la era de la velocidad vertiginosa y de las agresiones que la humanidad perpetra contra la naturaleza sin dejar por ello de herirse a sí misma, es cuando con mayor razón necesitamos detenernos a escuchar un pausado canto de poeta.