El futuro como tierra de promisión o como amenaza atrae y excita nuestra curiosidad. Lanzamos una proyección de nosotros mismos hacia adelante. A veces contemplamos una línea de tiempo ascendente y de progreso en lo material, en las comodidades, en lo tecnológico. Otras veces imaginamos el porvenir como un paisaje desolado, como un territorio hostil. En cualquier caso, llevamos implícita la idea de que es un todavía no, un lugar no pisado, no hollado, no vivido; imaginado y soñado, apenas intuido, siempre alejado de nosotros. El futuro puede ser el territorio de las oportunidades, de las acciones, completamente alejadas de nuestra vida actual, por tanto, un territorio para la esperanza y para la acción. Pero cuando esa esperanza y acción quedan truncadas, cuando la utopía muere, aparece la premonición de una catástrofe.

El futuro no es, en realidad, algo ajeno ni lejano. El futuro está presente en todo momento, nace antiguo y cargado de años; nos hemos encontrado ya con este viejo conocido. Le encontramos como proyección, como imaginación y pura forma travestida de comprensión de nuestro pasado, de nuestra realidad, nuestras vivencias, y en último término, de nuestra historia. El futuro no es más que historia pasada, legendarizada y trasplantada del pasado hacia el terreno desconocido y mítico de los días venideros. El pasado histórico aparece como el espacio del conocimiento científico, cómodamente razonable, pero de sus zonas de sombra nace el futuro en su expresión mítica.

Ridley Scott elige las sobrecogedoras escenas finales de Alien: Covenant (2017) para anunciar un universo que ya no pertenece al hombre porque este va a ser modificado genéticamente y sometido a hibridación con poderosas especies depredadoras. Dicha modificación es llevada a cabo por una mente artificial que considera que el ser humano es biológicamente imperfecto y obsoleto, que ha sido superado incluso por su propia creación mecánica. Alien: Convenant es una fábula prometeica en la que el androide David representa un nuevo monstruo de Frankenstein rebelado contra el creador y encargado, esta vez con éxito, de poner en marcha los mecanismos destinados a superarle.

David eligió su propio nombre pensando en la célebre escultura de Miguel Ángel y así anunciaba una dimensión nueva y superior de lo humano que deshabilitaba al hombre anterior. Se apoyaba en el dominio de la técnica y en la búsqueda de medios artificiales conducentes a la superación de la especie, para lo cual ha de confrontar todo el saber científico con el poder primordial que representa la fuerza monstruosa y descontrolada de las criaturas alienígenas que David empleará experimentar y unir a los humanos. Tras la extraordinaria peripecia del relato, parte del cual transcurre sobre las ruinas muertas de una antigua y sofisticada civilización entre citas de Byron y Shelley, David se apodera del mando de la expedición y comienza la experimentación e hibridación genética con los humanos en estado de hibernación.

Mientras desarrolla sus planes escucha la música de Wagner perteneciente al Oro del Rin, la entrada triunfal de los dioses al Walhalla. Él prefigura la creación de unos dioses jamás vistos. Su alma de metal pretende superar al genio wagneriano en su anticipación de un mundo nuevo. Pero David tampoco es aquí un profeta del futuro, sino una pesadilla reciente de nuestra Era. David es un viejo espíritu del mal que se nos presenta de nuevo y que reconoceremos en seguida pese a que su verdadero nombre solo se pronuncia en voz baja.

Atesora grandes conocimientos científicos, concibe, sin embargo, que el hombre es imperfecto y debe ser superado, que debe fabricarse una criatura superior y que tal cosa puede lograrse con medios técnicos. Está dispuesto a hacerlo a cualquier precio y dispone para ello de humanos vivos, considerados por él como criaturas inferiores y sobre las que puede disponer a voluntad. Su deseo de anunciar una criatura superior se expresa en forma musical, y no halla forma mejor el delirio de una mente incapaz de la piedad o la empatía que la sobrehumana música de Wagner, imbuida de sublimidad y patetismo.

La analogía es clara. El androide David no es sino una proyección hacia el futuro del doctor Joseph Mengele, en una sombra mucho más alargada y oscura que la que consiguió crear Ira Levin con Los niños del Brasil imaginando al inquietante científico nazi implantando clandestinamente clones de Hitler en los úteros de madres indígenas desde un lugar impreciso de la selva amazónica.

Es terrible pensar que al otro lado de la corriente del tiempo nos saludan los brazos cruzados de una esvástica.