Hace casi sesenta años Simone de Beauvoir publicaba un texto fundamental en la historia del feminismo occidental, El segundo sexo. Con este título tan llamativo ponía el foco en la heterodesignación patriarcal, en los mecanismos de poder que a lo largo de la historia han relegado a las mujeres a un rol de segundo plano. Releer las aportaciones de la filósofa francesa en tiempos de feminismos puede hacernos reflexionar sobre el camino que como feministas hemos transitado y sobre cuestiones que todavía son candentes.

A partir de su ya clásico aforismo, «No se nace mujer, se llega a serlo», la toma de consciencia de la construcción social de la mujer en un mundo eminentemente patriarcal sigue siendo fundamental para los feminismos actuales, muchos de los cuales, obviamente, se han alejado paulatinamente de sus formulaciones. No nos malinterpreten, no queremos reivindicar los planteamientos de Beauvoir de manera acrítica, sino repensar su herencia para cuestionar los condicionantes culturales que llevan a la construcción de ambos géneros y las estructuras socioeconómicas que sustentan sus diferencias. En este sentido, el campo de los gender studies ha puesto recientemente el foco en la construcción de una masculinidad hegemónica, haciendo hincapié en las relaciones de poder que forjan las masculinidades.

Así como los feminismos habían desmontado el mito del eterno femenino, con algunas décadas de distancia, los teóricos de la masculinidad, pensamos sobre todo en R.W. Connell y en Pierre Bourdieu, se dedican, desde diferente ámbitos a deconstruir la masculinidad hegemónica y el dominio masculino, mostrando los condicionantes culturales que contribuyen a forjar un tipo de identidad basada en la fuerza, la potencia, la competitividad, todo lo que, en definitiva, como subraya Octavio Salazar en El hombre que no deberíamos ser, equivale a no ser mujer. Tradicionalmente la identidad masculina ha sido vinculada con la virilidad, con el poder, con el dominio y con el prestigio social, todos elementos que, como la historia demuestra, pueden desembocar en opresión, violencia y abuso.

En respuesta a la revolución feminista, a partir de la cuarta conferencia mundial de Beijing sobre la mujer, se ha puesto en evidencia la necesidad de promover cambios sociales en cuanto a la masculinidad hegemónica, concepto que, a partir de las interpretaciones gramscianas, denomina a un tipo de identidad de género marcada por rasgos dominantes. De allí surgió que a nivel institucional se empezara a entender la importancia de la implicación de los hombres en la construcción de sociedades más igualitarias. Mostrar cómo se construye la masculinidad y enfatizar los aspectos nocivos de dichas prácticas resulta hoy en día un asunto pendiente de nuestras democracias, sobre todo si queremos construir un mundo más justo, igualitario, un mundo que acabe con la desigualdad de género y las desigualdades sociales. Al examinar cómo 'se hace' el hombre en las sociedades neoliberales nos enfrentamos a la persistencia de estereotipos y creencias que conforman un imaginario marcado por sesgos machistas. Aun en sociedades legalmente igualitarias, en las que la Constitución reconoce iguales derechos a hombres y mujeres, las prácticas sociales muestran profundas diferencias en el ámbito de los cuidados, ámbito tradicionalmente femenino y, por ende, devaluado e infravalorado. En un sistema productivo que requiere súbditos dóciles, dispuestos a amoldarse voluntariamente a las necesidades del mercado, es decir personas desvinculadas de ataduras familiares y sentimentales, los cuidados vienen a ser la piedra de toque que revela las falacias de la estructura económica a la que los individuos están llamados a contribuir. Los vínculos familiares, la necesidad de ser para el otro, en vez de ser para el mercado, chocan con los imperativos de las sociedades postlaborales, caracterizadas por la precariedad laboral y social. Es allí entonces donde la empatía, el cuidado, la dedicación a los demás entran en conflicto con el beneficio individual que como 'emprendedores de nosotros mismos' estamos llamados a alcanzar.

Sin embargo, como nos recuerda Ritxar Bacete, la vida humana se basa en los cuidados. La democracia, el estado del bienestar, nos atreveríamos a decir, se basan en unas formas de cuidados que, aun en las sociedades familiaristas como las del Sur de Europa, requieren importantes políticas que apoyen la construcción de un nuevo paradigma social más justo y solidario. Ha llegado la hora, como subraya Patricia Merino en su libro Maternidad, Igualdad y Fraternidad, de reflexionar sobre la necesidad de repensar el modelo de convivencia social, reconociendo el valor político de los cuidados.

Si para de Beauvoir la maternidad era un lastre, una carga, una trampa patriarcal, sus reflexiones, a distancia de dos generaciones, nos llevan a plantearnos el rol no solo de las prácticas sociales, sino de las estructuras de poder que hacen que la maternidad y los trabajos de cuidados sean antitéticos al desarrollo personal.

A pocos días del estreno de un nuevo Gobierno con mayoría femenina cabe esperar que, a partir de una reflexión sobre las limitaciones de los modelos patriarcales, los nuevos gobernantes fomenten políticas más acordes no solamente con la conciliación, sino también con la cooperación y el mutuo apoyo. Los gestos de acogida mostrados frente a los migrantes rechazados por el Gobierno italiano hacen esperar que algo esté cambiando, que la relación ética con la alteridad de los que requieren de cuidados, informe la manera de gestionar la res pública.