Colombia celebra en estos días, siempre en torno a mayo, el día del vallenato, ese aniversario del nacimiento de uno de sus cantores campesinos más populares del hermoso folklore, Diomedes Díaz, que murió con tan solo 61 años; había nacido en 1957, en La Junta colombiana. También se apuesta por la máxima difusión de la historia del acordeón, ese instrumento musical protagonista en tantas partes del mundo, original de Austria, vienés del siglo XIX por más señas, que se define como de viento mecánico, nunca de los pulmones humanos, con fuelle, teclado o botones y con un diapasón interior que produce el milagro que todos conocemos.

El sonido del acordeón ya nos deja, de entrada, una melancolía agridulce; desde la canción francesa a la napolitana y es en Latinoamérica donde se hace amigo inseparable e imprescindible de mucho de su folklore. El vallenato, junto a la cumbia y la guaracha, se escucha en la Colombia de origen hispano; así lo cuenta nuestro escritor José Luis Castillo-Puche cuando nos dice su crónica excepcional de Barranquilla, a pocos kilómetros de Cartagena de Indias, allí donde la interpretación sucede con artistas empapados en el sudor de ese Caribe hermano. En aquel restaurante paupérrimo de la Negra Rosario, junto a la ciénaga, se lo oímos a los primos de Carlos Vives, el autor más comercial del vallenato (La gota fría) que nos invitaban a subir a la sierra a conocer a la guerrilla.

Soy amigo de náufragos, me gustan los perdedores, incluso los vestidos, en apariencia, de ganadores. Me inscribí en una asociación de medio-ahogados cuyo presidente vivía en una barca varada en una playa de Asturias, dejándose crecer la barba y la indolencia. El vallenato canta, en sus letras, historias humanas y heridas sin remedio; argumenta de desamores y de frustraciones, de los senderos agotados, de amores imposibles, de obediencias del corazón e ilusiones sin realizar. Cuando un mal ocurre, nace un vallenato que se acompasa con el acordeón quitándole hierro al drama. Engaños tratando de amar, fatales decisiones, versos sin cantar, romances de deslealtad. Hasta el sol se hace protagonista en el vallenato porque cada día claudica muriendo. Amorcitos escondidos, mujeriegos llamados ´perros´ sinvergüenzas; toda clase de ofensas: «Que dios te quite la vida si no te quiero», dice la canción en el colmo del egoísmo. Separaciones obligadas y lacrimógenas, desprecios a la humildad de las gentes, poemas de tristeza, campesinos sin esperanza, vidas pobres y peregrinas.

Hay máximas en los redactores de las letras del vallenato, lo decía muy bien Emiliano El Viejo, una autoridad en ello. «La vida es un sueño y antes de morir hay que aprovecharla, por eso la ´plata´ que cae en mis manos la gasto en mujeres y bailando». La filosofía se completa huyendo de una herencia que aprovecharán los demonios en su promoción del infierno, y en la pelea humana. Se pierde la fe y se despiden, en el seguro abandono, caminando, dicen y cantan, se conoce lo que brinda la vida. «Si te vas, adiós; si te vas, mi amor, pues adiós». No hay tropezones irremediables, dice el vallenato con más razón o sin ella, pero siempre con música.