Hay mucho de lamentable, pero quizás no tanto de extraño, en la plaga de incendios que recientemente ha asolado Galicia y la cornisa cantábrica.

El otoño no es temporada de incendios forestales, pero esto quizás fuese antes del cambio climático. La durísima sequía y el calor normalmente ajeno a este mes de octubre son muestras de que las cosas están cambiando. Si bien es cierto que periodos de sequía y episodios de temperaturas superiores a la media en una época determinada no son imposible de que ocurran, también lo es que estos procesos tienden a suceder cada vez más, haciendo menos previsible el clima y más extremas sus incidencias.

Estamos en el tiempo y el territorio del calentamiento global, y eso pasa factura.

Las condiciones forestales y socioeconómicas de todo tipo en los montes gallegos y asturianos están además plagadas de redes de intereses y mafias que reconozco que aún no he conseguido entender. Ciento cincuenta, doscientos o doscientos cincuenta fuegos simultáneos deben de esconder, además de un buen puñado de malnacidos, una o más de una trama superpuesta de razones obscuras. En esto, supongo que a nuestro favor y por argumentos demasiado prolijos para apuntar aquí, las condiciones forestales de nuestra área mediterránea son muy distintas.

Pero en el fondo el problema de los incendios no es sólo forestal sino de puro modelo territorial y socioeconómico, también propio del tiempo en que vivimos. Aunque con muchas diferencias entre las áreas cantábricas y mediterráneas, el territorio forestal español comparte una característica básica: importa un pepino hasta que se quema. Y no digo a las administraciones forestales, que con sus más y sus menos probablemente sean las únicas conscientes del asunto junto con un puñado de expertos y de organizaciones ambientalistas, digo a la sociedad y a los Gobiernos en general.

Sería muy largo desarrollar lo que digo, pero basta con afirmar que los incendios vienen derivados precisamente por el alejamiento de las sociedades del monte. La causa concreta importa a la larga menos: la barbacoa, el rastrojo, el cigarro, el desaprensivo, el mafioso, el rayo... El hecho más radical es que cuando vivíamos en conexión con el monte importaba más y estaba mejor cuidado. Sus habitantes servían de inmediatos vigías y actuantes, el leñeo limpiaba rutinariamente los restos que ahora ni todos los presupuestos públicos podrían abordar, los paisajes en mosaico con cultivos actuaban de cortafuegos, los caminos estaban accesibles porque eran necesarios para la propia gente....

Sé que es muy difícil revertir los tiempos o reajustar por decreto los territorios, pero algo habrá que hacer. Cosas que vuelvan a poner en valor el monte en su nuevo concepto como impagable proveedor de beneficios de los ecosistemas, junto con políticas de rentas, fiscales o de desarrollo rural entendido con un enfoque contemporáneo.