El ´procés catalán´ deshojó el pasado miércoles una página más en su andadura hacia la independencia y una de sus (muchas) consecuencias fue la utilización política de las palabras, que siempre acaban malparadas. La aprobación de la ley del referéndum en Cataluña supuso para unos «el poder de la democracia para que los catalanes decidan su futuro», mientras que para otros fue «el secuestro de la democracia». Por no hablar de las manidas jornadas «históricas», ya sean mencionadas con toda su pomposidad o bien acompañadas del adjetivo «vergonzoso». Visto así, desde un punto de vista estrictamente lingüístico, a ver quién entiende este entuerto.

Pero el relato está bastante claro, a estas alturas. El independentismo avanza en su hoja de ruta, que invariablemente requería en algún momento de vulnerar leyes (¿acaso tenía otra alternativa?), mientras el Gobierno nacional vuelve a recurrir a los tribunales (que para eso están, dicho sea de paso, para actuar cuando se desobedece la ley). Claro que antes, para alcanzar el punto de no retorno, hubo un camino torcido: una preocupación/una amenaza que fue mal diagnosticada y peor tratada, que se caldeó ante la ausencia de soluciones y que se convirtió en uno de los más graves problemas políticos a los que se ha enfrentado este país. Llegado ahora el momento irreversible y frente al fiasco de la política (incapaz de acercar posturas, de negociar medidas, de cerrar acuerdos), sólo queda la impotencia ante este callejón sin salida, que difícilmente dejará a nadie indemne.