Cuando te encuentras con kiosko, perdido en el paisaje desolado de la K, donde sólo crecen especies exóticas como karma, kermés, kimono o krausista, caprichos y reliquias del pasado, te sientes arrebatado por la nostalgia. Es el viejo kiosko, con sus dos kas como airosas antenas, que albergaba los periódicos que con días de retraso leían los enterados y oían leer los demás para tener noticia de la guerra, de crímenes horrendos y de todo aquello que ocurriera más allá de su pequeño mundo. Es el kiosko donde se ´juntaban´ los ejemplares, grandes como sábanas, de la colección Novelas y cuentos, compendio de la literatura universal, y los fascículos de Dick Norton, Tabú, Raffles, Fu-Manchú o El hijo de la obrera, que, publicados en los oscuros tiempos de la posguerra, tú encontraste encerrados en una enorme maleta de cartón arrumbada en la cámara de la casa familiar.

Es el kiosko de la infancia, empapelado con los colorines de los tebeos (ahora llamados comics), fueran Jaimito, Pulgarcito o TBO; fueran El capitán Trueno, Roberto Alcázar y Pedrín o Hazañas Bélicas. Es el kiosko donde años después te amamantaste de Triunfo, Tiempo de Historia, Hermano Lobo o Por favor; de colecciones de música clásica y popular; de fascículos sobre sellos, monedas, aeroplanos, automóviles o vainicas, y de toda clase de destrezas y bricolajes; de colecciones de novelas, libros de filosofía o de ciencia. Es el kiosko donde hubieras deseado vivir, rodeado de lecturas que se renovaban en un desfile sin fin.

Es el kiosko que ahora llamamos quiosco y que, viejo y arrinconado, sobrevive como una antigua reliquia, vista con extrañeza por los cultos que se alimentan de los 140 caracteres de Twiter y llevan siempre alerta las antenas del Whatsapp.