El pasado 28 fue un día, a pesar de ser domingo, duro para mí y mis emociones, solo aliviado por el verdor abundante y rabioso, exuberante, de las hojas de las higueras que han dejado de ser escuálidas por el invierno y trabajan la necesaria sombra sobre sus troncos grises; hacen de sombrero ante un sol que no da respiro al caminante. Son como la higuera que cantara Juan Ramón y que mecía la cuna de la luz iluminando, en la siesta, los ojos tristes de Platero; de cualquier Platero de los muchos de los que tuvieron los Jiménez en la hacienda de Moguer, la blanca maravilla del poeta. Porque detrás de un gran poeta siempre hay una higuera; ocurre con Miguel Hernández que cobijaba sus versos gongorinos bajo un árbol frondoso que hoy no existe pero que la sabiduría oriolana supo conseguir un ejemplar gemelo que crece, como aquél, en el patio trasero de la casa del más pobre de los poetas, del más rico de los seres humanos. A pesar del día transido, de la mochila apretada de recuerdos, he vuelto con ganas de escribir, como quien necesita la palabra de la oración para empezar la noche que se anuncia cerrada.

Con el pintor Pedro Serna, al que tanto admiro, tengo un trato hecho pendiente. Él me pintó un pámpano de higuera (pámpano suele ser el de la vid, pero yo conozco las hojas muertas) para unos versos del inolvidable Miguel a cambio de algo de mi mano. Sale perdiendo, en buena lógica, quien pinta con la finura de un Velázquez o, más cerca, de un Bonafé, por dejar a su maestro Ramón Gaya a un lado, descansando de su influencia. Retomaré el acuerdo porque necesito esa hoja verde que en el clasicismo de la escultura, oculta vergüenzas innecesarias.

En este día difícil he salvado a una abeja agonizante que luchaba en el pozal de agua por sobrevivir sin flotador: en el secano del que provengo las de su especie, obreras fervorosas, viajan metros, decenas, kilómetros si hace falta, para capuzar sus pólenes en la humedad vital. La falta de costumbre del manantial las hace frágiles y naufragan y mueren sin utilizar su aguijón contra nadie. Una simple rama de margarita silvestre ha sido suficiente para que la agobiada abeja retomara el vuelo hacia la colmena para advertir de los peligros que acechan el campo y sus vidas.

Amapolas rojas y breves, tomillos, rabo gato, jaras, mejoranas o esparragueras, regalan su miel a los insectos más inteligentes del planeta, a la comunidad perfectamente organizada. Tanto que acaban con los zánganos un día cualquiera asambleario y de consenso entre mieles y panales ¡Cuánto deberíamos aprender de ellas los humanos, tan torpemente reincidentes! Las higueras han quedado a la espera de peregrinos y pájaros avisados de higos y brevas, de frutos rayados, de verdales y de los de pellejo de toro.

Manjares propios de una naturaleza feliz e inocente, absorta en sus menesteres propios irrenunciables, cumplidoras cada año de su misión ineludible.