El gran Morgan Freeman creó cierto revuelo hace unos meses declarando en redes sociales que no entendía por qué la homofobia se llamaba así, que no sabía a qué venía lo de '-fobia', ya que aquello no tenía nada que ver con el miedo. «Tú no tienes miedo. Tú lo que eres es un gilipollas», remataba el veterano actor, proporcionándonos al resto de los mortales una excelente respuesta a ése y otros temores que en realidad no tienen nada de temores y sí mucho de oligofrenia. La xenofobia es uno de los primeros ejemplos que se nos vienen a la cabeza. Claro.

Voy a permitirme añadir una más a esta lista de no-fobias y sí-gilipolleces: la astenofobia social. Puede que no hayáis oído hasta ahora este término. Es normal, porque me lo acabo de inventar. He cogido 'astenofobia', que es el temor al desmayo, y le he dado este nuevo significado. Porque sí. Porque estaba faltando. Porque el rechazo generalizado a la vulnerabilidad de los demás tenía que tener un nombre, ya que de responsables vamos desbordados. Y de eso mismo, de la responsabilidad de que volvamos la cabeza con disgusto ante quien las está pasando canutas, es de lo que venía yo a hablar hoy.

El célebre filósofo coreano Byung-Chul Han sostiene que el neoliberalismo nos ha convertido simultáneamente en nuestro propio explotador y nuestro propio explotado, al mismo tiempo espoleándonos para producir más y mejor y resintiéndonos de un clima totalitario de individualismo, consumismo y competitividad a ultranza. Ningún programa de desmontaje del estado del bienestar tendría la menor posibilidad de éxito sin emprender de antemano esta colonización cultural, que impone un nuevo y extraño sentido común según el cual los profesores o el personal sanitario (preparaos para incluir en el club del chupóptero a los estibadores en 3, 2, 1) son privilegiados que viven a nuestra costa, mientras que los directivos de bancos y eléctricas son esforzados emprendedores hechos a sí mismos que sacan el país adelante con su esfuerzo y no sé qué más.

Uno de los mecanismos más burdos y lamentables de esta invasión es la epidemia de la autoayuda barata, que con sus decálogos cuqui y sus promesas de convertirnos por arte de birlibirloque en gente bien apela a un tiempo a nuestra competitividad y nuestros dolores, normalmente estimulándola y parcheándolos, respectivamente. Gran parte de la autoayuda disponible actualmente, en cantidades industriales, en cualquier gran superficie española nos invita a una suerte de gozosa resignación, a ocultar estoicamente nuestros problemas. Nada menos que 'no culpar a la crisis', 'no quejarse', 'trabajar siempre disfrutando' o 'prescindir de las comodidades' figuran entre los mandamientos de uno cualquiera de estos charlatanes clónicos, Rafael Santandreu en su best seller Las gafas de la felicidad. En un país que compite por la medalla de oro de la desigualdad económica en Europa (y que ya no puede prometer ni que el trabajo nos hará libres, porque no lo hay), semejante catecismo no solo alarma por su atorrante capitalismo emocional: su insoportable astenofobia social, ese etiquetar como 'tóxica' o defectuosa a toda la población que paga la crisis, es lo verdaderamente bochornoso. Igual habría que recomendarles una buena terapia a muchos de estos escritorzuelos de la autoayuda, para que superasen su aguda astenofobia social. Esto es, si en realidad fuese una fobia, claro.