Lo primero que pensé cuando esta semana leí el estupendo reportaje de Carlos López sobre el 25 aniversario del incendio en la Asamblea Regional fue cómo ha cambiado Cartagena. Recuerdo que, en 1992, la bienvenida a la ciudad la daban unas chimeneas humeantes que dieron lugar a numerosas protestas de residentes en el sector Estación, por la polución que generaban. Su incesante lucha logró que aquella fábrica se esfumara con sus humos para siempre y que la frase de Cartagena, ciudad acogedora que nos recibía dejara de ser ridícula y comenzara a ser premonitoria.

También recuerdo que nuestro actual muelle de Alfonso XII, que sirve de entrada para los pasajeros de los cruceros era entonces un enorme solar, que hacía las veces de gigantesco aparcamiento en el que, cualquier día, le abrían el maletero del coche a tu amigo Javi y le robaban la guitarra de tu hermana, que le habías dejado. Unos años después, vallaron toda la explanada, como si quisieran tapar las vergüenzas de una ciudad incapaz de aprovechar la joya que tenía para mirar y admirar el Mediterráneo. Unas vallas que también rodearon durante años un Palacio Consistorial que dejamos arruinarse y que tardamos años en convertirlo en el referente arquitectónico que nunca debió dejar de ser.

Muchos edificios de nuestro emergente casco histórico siguieron los pasos del inmueble monumental de la plaza del Ayuntamiento. Fue el caso del Palacio Pascual de Riquelme que, hoy, alberga con gran esplendor el museo de nuestro corazón turístico, el Teatro Romano. Y, para no aburrir, citaré como último de mis recuerdos de la difícil década de los noventa que, durante esos años, era imposible pasear por el centro, porque el tránsito de coches por la Puerta de Murcia, Castellini, Santa Florentina y la calle del Carmen era continuo, hasta que el alquitrán y el asfalto dejaron paso a las losas.

La transformación experimentada por Cartagena desde aquella crisis, que incendiaba a miles de cartageneros que vivían de las fábricas que cerraron, hasta nuestros días ha sido impresionante. Así lo admiten quienes la visitan tras muchos años sin hacerlo. Y quienes la conocen por primera vez se deshacen e elogios hacia ella. Ya sólo nos faltaba que nevara, como dice el protagonista de ese vídeo viral. Los datos son fríos muchas veces, pero otras hacen que nos rindamos a la evidencia. La media de turistas que pasaban por nuestra ciudad en 1999 apenas llegaba a cien por día. Tres lustros después, son más de mil los que visitan Cartagena cada jornada.

¿Qué o quién ha propiciado semejante crecimiento? Cartagena tiene por sí sola una historia y un patrimonio lo suficientemente ricos para ser una ciudad de primera, pero lo cierto es que no lo éramos. Y haríamos mal en pensar que ya lo somos. El ánimo y las energías de los cartageneros también han sido claves para la alabada transformación. Sin embargo, sería de ingenuos no reconocer que quienes han tenido el destino de la ciudad en sus manos también habrán tenido algo que ver. Seguro que les surge un nombre. Claro, Pilar Barreiro. Muchos la han tachado de prepotente, otros, de arisca y algunos, de antipática y descortés. Me reservo mi opinión al respecto, pero considero justo reconocerle el mérito de tener claro la ciudad que quería y de que la Cartagena de hoy se parece bastante a la que proyectaba cuando llegó a la Alcaldía hace más de dos décadas. Las cinco mayorías absolutas que obtuvo de los cartageneros así se lo reconocieron y, quién sabe si no seguiría siendo la alcaldesa, si no se hubiera visto salpicada por casos de corrupción urbanística que la llevaron a padecer la pena del telediario. Barreiro no será ningún angelito ni creo que pretenda serlo, pero ningún juez la ha condenado por ningún delito, al menos hasta ahora. Quien la acuse de haberlos cometido, debe demostrarlo, porque su paso por los tribunales sólo ha servido para dar pie a grandes titulares y, más que probablemente, para que no pudiera repetir como mandataria.

Al lado de la ahora senadora, nuestro presidente regional, Pedro Antonio Sánchez, es casi un recién llegado a esto de gobernar y le queda mucho por hacer y por demostrar, aunque no puedo evitar preguntarme si podrá, si simplemente se investiga un error administrativo, como esgrime para su defensa del caso Auditorio, o si es ese político indecente que debe dimitir ya, como exige la oposición.

Paradojas de la vida, pese a lo sensibilizados que estamos y que están los políticos con la corrupción, los nuestros se pelean por una cárcel, la de San Antón. No entiendo, por qué, de repente, seis años después de su cierre es tan importante. Y coincido con nuestro alcalde en que el Ayuntamiento no puede comprarlo todo. Ahora, que surge un comprador de las instalaciones, el Perpetuo Socorro, la oposición se suma a algunas voces vecinales que reclaman un uso público para la vieja prisión. Y a mí, se me ocurre hacerles la misma pregunta que nos hacemos en los casos de corrupción, aunque, evidentemente, con un sentido muy distinto.

¿Dónde está el dinero?