No me fío de nadie que hace poco más de una semana se dedicase a compartir chorrocientas fotos de la Superluna y hoy ya no esté hablando de ella. Lo de apreciar lo efímero se nos está yendo de las manos, porque lo hacemos mal. En la Acrópolis de Atenas, frente al Reloj Astronómico de Praga, en la Fontana de Trevi de Roma, es habitual ver a decenas de visitantes mirando la belleza que tienen enfrente... pero a través de pantallas. No con sus ojos, con pantallas. Y no lo entiendo. La noche del 14, a orilla del mar, con esa Superluna poderosa enfrente, con el mangata brillando en las olas (el mangata es el camino de luz que deja la Luna al reflejarse en el agua), con los barcos durmiendo, lo que menos se me pasaba por la cabeza era sacar el móvil y hacer fotos. Fotos en las que nuestro satélite parecería más una farola que la maravilla que esa noche nos regalaba, todo hay que decirlo. Y fue precioso. Ha pasado semana y media y claro que todavía me acuerdo. Y pasarán años y todavía me acordaré. Porque ocurra lo que ocurra mañana (o dentro de cinco minutos, en tres meses, el día 28, cuando sea), eso ya no podrá quitárnoslo nadie. Vimos la Superluna y la Superluna nos vio a nosotros. Es cursi, pero hemos ganado en todo.