Mi juventud de escayola la ha buscado hoy cuando se han cumplido veinte años aún de su muerte; sí veinte años aún y no veinte años ya. Con una lejanía pavorosa he recordado a Elisa Séiquer que se marchó con su mirada límpia y sus pulmones sucios del feo tabaco. Impresión impresionante porque parece que hace muchos años de aquel acontecimiento nefasto para algunos de nosotros, para la vida del arte en esta ciudad, en el país de la escultura que no termina de acogerse la idea con el mimo suficiente para que se haga grande a base de bronce. Y mientras, los escultores desfallecen desolados por la dura intemperie de las piedras.

He buscado sus esculturas sin acierto, quizá se halle el Juego de niños en algún jardín recóndito, aquella pieza que se asolinaba en el botánico y que yo he perdido de vista en mis caminos de ciudad reverberada que huyen de lo lejano. Me he acordado del poliéster El salto que fue premio Salzillo de aquella Diputación Provincial que convocaba un año Villacis para la pintura, y tomaba el nombre del imaginero, para el premio de escultura que se convertía así en bienal. Luego ordenaron las convocatorias de otra manera.

He paseado el viejo Verdolay en decadencia, modernizado de arquitectura apresurada de milla de oro, hasta llegar al lugar donde florecía de amarillo brillante y esponjoso su mimosa que le proporcionaba ramos de un puntillismo impresionista que a Elisa le gustaba, tanto como disimulaba su sensibilidad azarosa. Modelo que fue de libertad y libertades, de paz interior y felicidad cotidiana. Y he llegado hasta su último rincón en su plaza de las Balsas donde no queda rastro de una vida con trascendencia, con ejemplaridad, seria y consciente de la parcela del tiempo que le tocó vivir y a nosotros compartir con ella.

Recuerdo su forma de hablar con una como responsabilidad y ambición de solvencia, de igual manera que modelaba, pellizcaba, humedecía o acariciaba. Y siempre la mimosa dando pátina a la luz del verano. Elisa música, torso roto, abierto en canal, humano y despiadado; nada de caminos fáciles para la búsqueda de sus formas que le identificaban hasta que caía, de vez en vez y de bruces, en su ternura interior que, neciamente, algunos creían imposible. Bocanada de aire y de humo; línea recta en lo social y en la protesta.

Todo se asemeja a una eternidad inevitable; a un vacío que quedó hueco para siempre. Veinte años aún de la muerte de Elisa y su huella no cicatriza, quizá sea porque es de fuego y cera perdida. La recordamos muchos, los que le dimos siempre la mano sin miedo.