Ella no dice adiós, porque es una perrita y no habla, pero nos miraba con sus ojos de cejas levantadas en los últimos días de su enfermedad, preparada, posiblemente, para la última sorpresa después de las mucha enfermedades que le ha traído la vida, su vida. La verdad es que no le faltó nada para que viviera más de lo esperado. Sus veterinarias, Pepa y María Jesús, son de la opinión de que hicimos todo lo que pudimos, hasta que un día sabíamos que la estábamos perdiendo. O mejor, que ella, Luna, nuestra perrita tan querida y tan buena, estaba ya sufriendo demasiado, sobre todo porque había perdido la cognitividad que puedan tener los perros, porque andaba como perdida en casa y fuera de ella. Por eso fue que, un día, la llevamos a la clínica de perros y salimos sin ella, después de acompañarla hasta el último momento de su último viaje.

Ya no sufre, pero su compañero Roque, digamos su hermanito, sí. Y ladra, como llamándola, y me mira preguntándome por ella, y yo le digo que anda por el cielo de los perros, pero él, Roque, me mira y me remira, y se sube conmigo al sofá para que le consuele en la soledad que padece desde que Luna no está en casa, en su rincón del sofá o en su camita, pegada a su hermanito de adopción.

Nos acordamos mucho de Luna, aunque hemos estado callados algún tiempo. Le llamamos Luna por los grandes lunares oscuros que tenía sobre el blancor de su pelo suave. Era cariñosa, muy sensible, miedosilla y un tanto mirona, muy observadora. La recogimos abandonada. Estaba en una gasolinera de Sangonera la Verde, bajo un camión, y salió tímidamente de su escondite, debajo de una rueda, al oler un poco de queso con pan y agua que le puse cerca. Estaba en el puro hueso, con el rabo entre las piernas. Y es hoy, cuando acabamos de enmarcar una fotografía suya que nos regaló María, en lugar destacado, cuando mi nieta nos pregunta qué dónde está Luna. Es difícil contestar a una pregunta de niña que la querían tanto, muy difícil. Le hemos dicho a mi nieta, a Candela, que perros y elefantes, cuando se hacen viejos se van de aventura por el mundo, a pasárselo bien en sus últimos años. Y Luna, que estaba ya enferma, se fue una mañana a lugares donde hay muchos perritos tan listos y buenos como ella.

Es curioso. ¿Cómo nos podemos acordar tanto de una perrita, que al fin y al cabo es un animal? Lo de Luna lo sé yo, me lo dice mi vecino Antonio, el pintor, y es que la llamaba Santa Luna, porque era muy buena, y eso se sabe y se siente, y así se le recuerda. Porque miraba con las cejitas levantadas para que vivieran su amabilidad en la mirada. Y por eso está Roque tan triste también, porque él, que era el hombrecito de la pequeña pareja, sabe que Luna le dio cobijo cuando apareció por casa, calor, en aquella noche de frio de noviembre cuando se conocieron. Y porque han sido unos años de verdadera convivencia canina. Y nosotros hemos vivido las aventuras de estos animales que saben dejar huella mientras viven en tu viejo y experimentado corazón. Y así nos pasó también un día con otro perrito, Chispa (nombre que tanto le gustó a Juan Marsé, que fue por eso que así llamo al perrito de su novela Rabos de Lagartija), y nos pasa ahora con Luna, porque vemos a Roque que la busca y le ladra para que vuelva. Y vaya usted a saber qué cosas piensa nuestro Roque. Pero qué más puedo decirle o hacerle, como no sea darle pasadas por su cabecita y mimarlo, ahora que se ha quedado solo en su casa que es la nuestra también.

Luna era algo lenta en descifrar cuanto queríamos de ella, pero cuando lo procesaba se ponía en marcha porque es obediente y cariñosa como ella sola. Aunque era algo urbanita, no quería saber de la grama en los jardines, porque ella andaba mejor por losas y asfalto. Pero eso sí, siempre pegadita a quien la paseara.

Luna cazaba moscas y pequeños reptiles y tenía un olfato inaudito. Le reñía a Roque, como si fuera una madre, cuando éste hacía algo que no debiera, y le gustaba sentarse cerca de mí para que le pasara la mano por el lomo. Creo haber dicho que lo mejor de ella era que hablaba con sus ojos grandes y hermosos y me daba su contento afectuoso todos los días, cuando llegaba a casa («A Luna, que me ofrece su alegría», escribí en letra impresa y en el frontispicio de un libro de poemas). Cuando podía ser, la llevábamos con Roque de vacaciones. Y era faldera y chismosa. Cosas de perros. Pero qué duro es esto de que se vaya una amiguita buena que, como Luna, hablaba con sus ojos sorprendidos y siempre atentos y cariñosos.

Descanse en paz.