Mis vecinos tienen un loro que canta como una sirena. ¿Cantan los loros? No lo sé. Pero este lo hace como si fuera una sirena. Pi, pi, pi, piiiiii. Se gradúa a modo de despertador. Desconozco si lo tienen amaestrado. ¿Se puede amaestrar a un loro? Quién sabe. Este se pone en marcha a las 6.00, hora zulú. Todos los días. Sin falta. Sin retraso. Sin piedad. Pi, pi, pi, piiiiiii. Y entonces salta la señora con voz de bruja: «Dejaaaad dormir, cabroneeees. Hijos de mala madre. Corronchos putoooos». Todas las mañanas la misma historia. Primero el loro loco. Después la señora desquiciada. Y yo despertándome entre el fatalismo y la asunción de la locura tropical que me envuelve.

Lo de despertarse a las seis de la mañana tampoco es tan terrible como parece. Por estos lares, cerca del Ecuador, amanece siempre a las seis y anochece siempre a las seis. Con lo que la gente abre el ojo sobre las cinco. Hacerlo a las seis es hasta cierto punto prudente. Supongo que por eso el loro es ver el primer rayito de sol y activarse. Lo fascinante es el sonido que emite. Que suene como si de una sirena, o de una alarma, o de un despertador psicotrópico se tratara. La verdad es que no sé si son dos o sólo uno. ¿Cuántos loros hay ahí abajo? Pues hay ocasiones en que sustituye el pitido insufrible por una especie de llanto como de niño siendo desollado. Otras en que opta por darle vida al himno del equipo de fútbol local. Otras en que lo mezcla todo en alegre y absurdo desconcierto.

Lo que nunca varía es la señora. Es escuchar unos pocos segundos al loro y le da el ataque. Siempre dice lo mismo. Los mismos insultos. Los mismos argumentos que siempre giran alrededor de los muertos de los dueños del loro. Todo igual. He llegado a creer que la señora es una grabación. No quiero decir que no haya señora. Tal vez la haya. Pero lo que se escucha no es ella. O sea, sí es ella. Pero no de verdad. No en directo, por así decirlo. Sino una grabación de su voz que una mano desconocida pone en marcha apretando un botoncito en un reproductor, en una cadena de música, en una radio digital o en alguna cosa parecida. En fin, es complicado.

En general, me da igual el espectáculo de la señora y el loro. Me acuesto pronto. Me despierto pronto. El follón de pitos y gritos no me supone gran problema. Los fines de semana ya es otra cosa, por supuesto. Pero, ¿qué puedo hacer? A los dueños, por lo que se ve, les da igual. Deben tener el sueño más pesado del universo. O, tal vez, no hay dueños y esa vivienda, que es un chaletito al pie de mi edificio, está en manos de una horda de loros psicópatas que se turnan para enloquecer a mi vecina la señora con voz de bruja. No me tranquiliza tampoco el hecho de nunca haber visto a la señora. Creo que no, al menos. No recuerdo habérmela cruzado nunca en el ascensor. Aunque tampoco sé cómo podría identificarla en caso de encontrármela. ¿Cada vez que coincida en el ascensor con una señora de mediana edad debo pedirle amablemente que comience a jurar en arameo para confirmar si ella es la poseedora de la voz de bruja? No parece sensato. Así que tal vez me la he cruzado y no me he dado cuenta. Aunque yo creo que no. Yo creo que nunca me la he cruzado, porque en realidad no existe. Es, como ya dije, una grabación. O ni eso. Tal vez ni el loro, ni la señora existen y todo es fruto del exceso en la ingesta de mangos, maracuyás y otras frutas tropicales con demasiada azúcar. Tal vez me volví loco y nadie salvo yo escucha al loro.

También es cierto que un año ha, un amigo mío murciano, que se alojaba de vacaciones en mi apartamento durante un par de semanas, entró una mañana en mi habitación presa del pánico y en ropa interior argumentando que estaban pegando a un niño que gritaba como si lo mataran. Tras sobreponerme al hecho de que un hombre grande y peludo entrara en tromba y semidesnudo en mi dormitorio, le expliqué que no era niño alguno, sino el pájaro sirena. Y efectivamente pocos segundos más tarde la señora, puntual en su ira matutina, se activó para descargar sus invectivas sobre todo aquel que quisiera oírlas, quien, por cierto, mucho me temo que o bien no es nadie, o bien es alguien a quien no le importan lo más mínimo.

A la policía no la puedo llamar. Explicarle a un par de agentes del orden caribeños que un pájaro tropical perturba mi sueño sería algo así como decirle a un torero que en la plaza me da el sol. ¿Qué esperaba usted? ¿Encontrarse pingüinos? En el trópico hay bichos tropicales. Y los emplumados gritan. Eso del dulce cantar de los pajaritos será en latitudes más septentrionales. Aquí, los pajarracos aúllan. Por otra parte, aún recuerdo aquella fiesta nocturna a la que me invitaron en una terraza, en la que a las cuatro de la madrugada seguía aporreando la música y en la que, ante la presencia de dos uniformados reclamados por los pobres vecinos, se les invitó a pasar y terminaron tomándose unas copas y no haciendo absolutamente nada contra la música salvo pedir sus temas favoritos. Aquí se tiene una tolerancia al ruido aún más marcada que en España. Protestar por un pájaro sería, con suerte, motivo de burla.

Así que aquí sigo. Entre el pájaro sirena y la señora con voz de bruja. Un día tras otro. Esperando el apocalipsis final en el que ella lo mate a él o él la enloquezca del todo a ella.

Quién sabe lo que será primero.