Somos de memoria corta. La saturación de noticias hace que sólo nos acordemos de las pretéritas a golpe de calendario, para olvidarlas de nuevo hasta el próximo fasto. Por eso no aprendemos nada y tropezamos una y otra vez con las mismas piedras. Hace menos de dos semanas la televisión nos recordó que, diez años atrás, se produjo en la población bosnia de Srebrenica el asesinato de más de 8.000 bosniacos (bosnios musulmanes) por parte de elementos del ejército de la República Serbobosnia (una de las tres entidades en las que se escindió el país durante la guerra).

En efecto, en los comienzos de julio de 1995 las fuerzas serbobosnias lanzaron una ofensiva que aisló a la ciudad de Srebrenica, de población mayoritariamente musulmana, y que se encontraba en esos momentos bajo la supuesta protección de tropas holandesas desplegadas por mandato de la ONU. En un episodio realmente bochornoso, los cascos azules no opusieron la más mínima resistencia a la toma de la ciudad y contemplaron cómo los serbios separaban cuidadosamente a los varones de las mujeres «para su mejor traslado a zonas bajo control bosniaco». Lo que pasó después ya lo sabemos.

¿Qué hemos aprendido, diez años después, de este episodio concreto (uno de tantos, aunque se haya hecho especialmente célebre) de la cruel guerra librada a tres bandas en Bosnia entre croatas, serbios y bosniacos? Poco o nada. En primer lugar, en España concretamente miramos hacia otro lado y no queremos ver los horrores a los que pueden conducir los delirios nacionalistas. Tengamos presente que las tensiones separatistas en Yugoslavia durante el largo mandato de Tito eran prácticamente inexistentes, y de la noche a la mañana se desbordaron de un modo salvaje; ¿qué no podría ocurrir en nuestro país, en el que la semilla del odio nacionalista lleva décadas plantada? Alguien podría tacharme de catastrofista, y asegurar que en España jamás se llegaría a esas cotas de violencia. Bien, recordemos que hasta el final de la década de los ochenta, Yugoslavia era un país de vida plácida y de correcta convivencia entre sus nacionalidades.

En segundo lugar, nos hemos acomodado en una visión simplista del conflicto yugoslavo basada en la demonización de los serbios, olvidando que la misma limpieza étnica fue perpetrada por croatas y musulmanes en las zonas bajo su control. Para nuestras inquietas conciencias es mucho más tranquilizador pensar que el mal era patrimonio de uno solo de los bandos, y que se erradicó cuando éste fue vencido.

A los españoles nos encanta esta visión maniquea de los conflictos, y así nos va, peleando aún una guerra civil que terminó hace setenta y seis años.

En tercer lugar está el asunto de las responsabilidades. Siendo las directas achacables, naturalmente, a las partes beligerantes, no está de más recordar cómo actuó Europa ante un conflicto que ocurría dentro de sus propias fronteras. Cómo Miterrand y Kohl se comportaron como auténticos pirómanos, dando alas el primero a serbios y el segundo a croatas (sus respectivos hermanos de armas en la Segunda Guerra Mundial), mientras John Major (y Felipe González también, por supuesto) no se daban por aludidos.

Sólo Margaret Thatcher, tan denostada y tan grande a la vez, tuvo el coraje de clamar en agosto de 1992 y pedir a la OTAN que interviniese contundentemente en la antigua Yugoslavia para acabar con las limpiezas étnicas. Los países de la Unión Europea tienen mucha culpa de todo lo ocurrido al patrocinar a uno u otro bando (especialmente al croata y al musulmán) y consentir que a la vuelta de la esquina se cometiesen tales atrocidades.

Finalmente, lo ocurrido en concreto en Srebrenica es un reflejo del buenismo que se ha apoderado de la sociedad europea y en su clase política. Los cascos azules que debían velar a esas pobres gentes y que fueron testigos de cómo los llevaron al matadero (y más; escucharon los tiros de la masacre) no movieron un dedo porque ni la ONU ni el propio pueblo holandés podían asumir que se produjesen bajas entre ellos. Porque en Europa hemos olvidado totalmente que la profesión de los militares es esencialmente ir a la guerra, y que en las guerras muere gente. Por políticamente incorrecto que suene.

Ninguna de estas enseñanzas ha calado en nosotros. Ojalá dentro de diez años, cuando se vuelva a conmemorar el crimen, no tengamos que arrepentirnos de nuestra poca sesera.