Hay a un par de horas de Bogotá un puente llamado de Boyacá alrededor del cual se recuerda la batalla del mismo nombre en la que las tropas independentistas vencieron a las realistas españolas allá por hace unos doscientos años. El conjunto lo forman el puente y varios monumentos más que recuerdan la gesta libertadora. Cuando uno va a verlo lo que más le llama la atención es el tamaño del puente en cuestión. Créanme cuando les digo que dos jinetes tendrían serios problemas para cruzar simultáneamente el arquito del mini-puente. No ya digamos dos ejércitos enfrentados. Eso ni soñarlo. El puente es minúsculo, el arroyo sobre el que corre casi inexistente y, en general, todo el lugar tiene un cierto aire irreal, como si más que una batalla lo que allí hubiera habido hubiera sido un follón más o menos patriótico, más o menos épico, pero bastante poco numeroso, la verdad.

Algo parecido pasa con la famosa batalla naval del Lago Maracaibo en la que el almirante Padilla, exoficial de la Armada española en Trafalgar, derrotó a la flota española. Después uno investiga un poco y descubre que, en total y sumando las piezas de ambos bandos enfrentados, todos los barcos que allí se arrearon candela sumaban en total más o menos los mismos cañones que un solo navío de línea del siglo XVIII (o sea, unos 70-80). Vamos, que más que batalla fue batallita.

Y es que la épica es lo que tiene. Que uno eleva a los altares determinados episodios históricos y después, a poco que investigue, descubre que la realidad no fue tan sensacional. La realidad nunca es tan sensacional, para qué engañarnos. De hecho, casi nunca es sensacional. Menos aun cuando de guerras se trata.

En lo que se refiere a las batallas por la independencia de Hispanoamérica, casi ninguna supuso más que el enfrentamiento entre unos pocos miles de soldados. Nada que ver con los desparrames de las Guerras Napoleónicas donde se espachurraban decenas o hasta centenares de miles en un solo día. Y la mayoría de los soldados que luchaban en suelo americano eran de allá, pues los españoles eran pocos y mal contados.

A mí de crio me explicaron en el instituto que lo de la bandera cuatribarrada de la Corona de Aragón era fruto de un glorioso momento en el que la inspiración visitó a Jaime I en su lecho de muerte y, tras la batalla, hundió sus cuatro dedos en su pecho ensangrentado y los deslizó por un pendón dorado pariendo el emblema del reino que le legaba a sus hijos. Toma ya. Eso lo ruedan en inglés y con medios y arrasa. El problema es que la bandera existía antes de Jaime I y que el rey no murió en batalla alguna.

O los eventos del 2 de Mayo en Madrid. ¡El pueblo español en armas contra el francés! El acabose, así se hacen las naciones, demonios. Pues resulta que no. Que lo que se lanzó a la calle a degollar gabachos fue el lumpen. Que la gente decente y de clase media para arriba se quedó en casa a verlas venir. Y que los pobres Daoiz y Velarde fueron los únicos oficiales que le echaron un poco de decencia al asunto y se liaron a cañonear invasores. Ni batalla gloriosa ni naranjas de la China. Más bien lo más bajo del populacho en modo rodea el Congreso pero con navajas y cuchillos.

Por supuesto, lo de que las batallas no sean batallones, sino batallitas no siempre es para bajarnos la moral. También hay casos en los que lo que hace es desmontar nuestros propios complejos. Lo del holocausto indígena en América, por ejemplo. En realidad, fueron nuestras bacterias y virus, que no nuestras espadas y arcabuces, los que causaron la mayor mortandad en la Conquista. Hasta el punto de que gente como Cabeza de Vaca se pudiera dar un paseo por todo el sur de los actuales EE UU y no encontrara a nadie porque los bichitos ya los habían encontrado antes. Eso no significa que no hubiera momentos épicos. Pizarro y sus apenas cien salvajes conquistando ellos solos el Imperio Inca no está mal como campaña gloriosa. Pero tampoco es para tanto cuando se piensa que los pobres incas no habían visto un caballo en su vida, no conocían ni la pólvora, ni el acero y su mayor poder ofensivo eran mazas de piedra y de bronce. O sea, un paseo militar en toda regla.

La Historia (en mayúscula, como disciplina) es en sí el mayor arma que puede utilizarse no en una guerra, pero sí en el después. Tergiversar las batallitas y volverlas batallones. Cambiar a los buenos, a los malos, a todos si es que en alguna guerra hay buenos y malos. Convencernos de que los de allí siempre nos han odiado. Que nosotros siempre hemos sido los agredidos. Que nada sino desastres nos ha traído relacionarnos con los demás. Y lo peor, intentar aplicar el pasado al presente y tratar de obtener enseñanzas de ello. Como si a quien le mordiera el hígado mi tátara-tátara-tátara-abuelo tuviera alguna relevancia para mi tropecientos años después.

Desconfíen ustedes de aquellos que se tomen su Historia demasiado en serio. De los que se envuelvan en banderas y símbolos. De los que, en general, lo vivan todo demasiado intensamente. Ninguna sucesión de batallas, victorias, derrotas, afrentas y glorias merece mucho respeto. Está bien conocer el pasado. Pero más merece la pena dedicarse a construir el futuro.