Los espectadores adolescentes de los telefilmes policíacos estadounidenses de los años setenta nos atraían los cantos de las sirenas de ambulancia, policía y bomberos que arrullaban los días de los rascacielos de cristal y acero y las noches de las calles inseguras de Nueva York, Chicago y San Francisco. Poco después, esa sinfonía llegó a nuestras calles, mucho más seguras, mucho más pequeñas, mucho más bajas, quizá para recordar que ahí estaba el Estado, velando por nuestra seguridad, o quizá porque cuando hay un aparato para meter ruido siempre hay un tonto que lo acciona. El ruido aceptado, por entonces, era el del despertador, encargado de entrar con alarma en la suspensión de la alerta del sueño. Por entonces, la gente confiaba más en la memoria y en la atención que ahora, cuando esas dos capacidades han sido cedidas a la tecnología y sus incesantes pitidos.

El primer objeto digital de consumo fueron los relojes Casio de inicios de los ochenta, que daban la hora en números y hacían sonar sus puntuales e impertinentes señales horarias en el interior de los cines. El carapijo del Casio se hizo legión, década y pico después, dejando sonar el teléfono móvil en el teatro, en la sala de conferencias, en la reunión de trabajo, especialmente en los tiempos del furor sintónico personalizado.

Las máquinas que no te resuelven nada cuando dejan de funcionar o no funcionas como ellas te saludan al llegar y te dan las gracias al marchar. En la recia España en que crecí así se definía la cortesía francesa: donde nosotros pensábamos «vete a la mierda» ellos decían «excuse moi». Ahora vivimos entre pitos y flautas cuando la nevera avisa que le cierres la puerta; el coche, que te ates el cinturón de seguridad; el whatsapp, que alguien te está hablando por escrito; el horno, que ya está el pollo; el camión, que va culo atrás; el semáforo, que pases; el ordenador, que ya está encendido; el...