Aún me dura el estremecimiento de la primera vez que oí a Billie Holyday cantar My Man. Era una mezcla de queja sexual y lamento de gata apaleada, el canto seco de todas las chicas negras y desgraciadas que jamás habían sido felices. Yo era aún demasiado joven para entenderlo, pero aquel desgarro sin grito, aquella voz que se rasgaba a sí misma, aquel rugido elegante, que parecía de otra dimensión, que salía de una incesante tragedia personal, me hizo suyo para siempre. Tenía diecisiete años cuando compré mi primer disco de jazz, uno de Lionel Hampton. Luego tuve la inmensa fortuna de encontrar de rebajas en Galerías Preciados el gran disco de John Coltrane con Johnny Hartmann que se convirtió en una de las referencias musicales de los amigos de entonces, entre King Crimson y John Mayall. Y luego vino Billie, y se quedó en mi garganta y en la piel que fui. Yo había oído muchas veces cantar Mi hombre a la gran Sara Montiel, que lo decía como uno de sus personalísimos cuplés, con su irrepetible mezcla de devoradora y devorada, esa sexualidad desbordada con la que nos abrasaba en sus películas, mientras sufría sin parar su mala suerte con los hombres. La mala suerte de Billie, sin embargo, no era de película, sino de verdad. Su desdicha fue, acaso, lo que la llevó a la droga y a la muerte. Y acaso también a esa manera de interpretar con la que había conseguido ofrecernos la música desde el otro lado. Ese que todo artista persigue y al que casi nadie llega. Ese secreto de la belleza que el gran Charlie Parker, según Cortázar, había perseguido toda su vida hasta perderla en el envite. Eso que separa el talento del genio. Eso que aquí llamamos duende, y con el que Billie seguramente había nacido. Nunca lo sabremos. Si fue el dolor o el destino. Lo único que sabemos es que suele costar la vida.