Suelo desconfiar de las personas que hacen gala de su bondad y que pasan la vida repartiendo lecciones entre sus semejantes. Me viene a la cabeza lo que pasó hace años en mi pueblo, donde se constituyó un consejo municipal de moralidad en el que todos sus miembros tenían querida. Tiendo a pensar que los malos no siempre son tan malignos como los pintan y que los buenos de apariencia esconden a veces un lobo en su interior. «Aquí todos nos hemos saltado alguna vez un semáforo y todos le hemos dado un besico a alguna que no es nuestra mujer», me confesaron una vez, en una versión laica y moderna del «quien esté libre de pecado, que arroje la primera piedra» de Jesucristo. Quizás por eso no me agradan esos profetas de la ética que en los últimos tiempos tanto abundan en la escena política y mediática. Me refiero a aquellos que rasgan sus vestiduras cuando la justicia señala a los demás, pero echan balones fuera cuando la balanza no les es favorable. Antes de autoproclamarse como aladid de la decencia, uno debe comprobar muy bien lo que tiene debajo de la alfombra. Que esto es España, compadres, y nos conocemos todos.