Cuando te fijas en ello, la vida es una mierda. La vida es una risa y la muerte es una broma, es verdad», dice la mítica canción de los Monty Python con la que termina La vida de Brian, una de las más irreverentes, gamberras y divertidas películas de todos los tiempos. En el fondo, y desde nuestra perspectiva actual, esta conocida comedia en la que se parodian la religión, la política, el fanatismo y la vida misma con la excusa de las desventuras de un pobre desgraciado llamado Brian, coetáneo de Cristo y con el que comparte algunos de sus elementos biográficos, no deja de ser otra cosa que una amable y simpática broma que muy difícilmente puede molestar a nadie que este mínimamente en sus cabales y que asuma como algo natural que, por mucho que creas en algo, no tienes derecho a prohibir a nadie que se ría de ello.

Sin embargo, este principio de convivencia en apariencia (al menos para mí) tan obvio, resulta que no lo es tanto. Evidentemente, escribo estas líneas a raíz de lo sucedido hace algunas semanas en París. Poco se puede añadir a tantas cosas dichas y, lo cierto, es que resulta cargante volver al tema. No obstante, y desde mi perspectiva a medio camino entre el jurista y el escritor, me gustaría, en el relajante convencimiento de que no me lee nadie, dejar caer algunas de mis opiniones sobre la cuestión.

Yo parto de considerar que la libertad de expresión no debe ceder nunca ante el honor de terceros, ya sean personas físicas o personas jurídicas, pues es mucho más valioso tanto para el individuo como para la comunidad poder pensar y expresar lo pensado, que callar y silenciar el pensamiento por respeto a los otros. Es decir, que un bufón tiene derecho a reírse de quien quiera, como quiera y de la manera tan o tan poco grosera que estime oportuna. Y quien dice un bufón, dice un pensador en todas sus acepciones. Luego, si decido hacer un chiste, o un artículo, o un libro ridiculizando, burlándome o, sencillamente afirmando que deseo hacerme popo en una determinada religión o ideología política, no soy yo el que debo callarme por aquello de no ofender a los demás, sino que son los demás los que deben aguantarse y soportar mis idioteces. Pues que vivamos en un mundo civilizado y no en las cavernas le debe mucho más a los que ofendieron, que a los ofendidos.

No es por ponerme sesudo y traer a colación a Stuart-Mill a Berlin y a todos mis queridos empiristas liberales ingleses, pero, seamos sinceros y analicemos, aunque sólo sea un poco, la historia de Occidente. ¿Cuánto de su progreso ha venido dado por personas con una peligrosa tendencia a ser perseguidos y, en su caso y si los pillaban, asesinados y cuánto por decentes prohombres respetuosos con las creencias ajenas?

Pero, atención, decir que uno tiene derecho a reírse de las religiones no tiene mérito. Al fin y al cabo, ¿quién con un mínimo de seriedad se toma en serio las religiones? La gracia de la libertad de expresión no es decir que la misma no puede ceder ante el honor de unos chiflados que de verdad se creen sus absurdos dogmas. La gracia es decir que la libertad de expresión no puede ceder ante nada. La verdadera gracia es decir que si de verdad somos demócratas debemos dejar que cualquier hijo de Satán afirme que el Holocausto no existió, o que los negros son inferiores, o que las mujeres son idiotas, o que los homosexuales son enfermos, o que a la gente como yo habría que lapidarla. Eso es la libertad de expresión, precisamente. Un pilar esencial de una sociedad civilizada. El derecho de cualquiera a pensar y expresar su pensamiento sea este cual sea, por muy ofensivo que le resulte a cualquier otro.

Ahora han matado a unos dibujantes franceses por reírse de Mahoma (también se rieron de Cristo, del capitalismo y de todo lo que cayó en sus manos) y todos nos llevamos las manos a la cabeza afirmando que menuda barbaridad. ¿Reaccionamos igual cuando en muchos países se prohíbe la propaganda nazi? ¿O cuando se juzga y condena a alguien por homofobia, xenofobia, racismo o apología del terrorismo? ¿No, verdad? Porque la mayoría ve bien la libertad de expresión. Pero la mayoría también considera que debe tener límites. Burlarse de los musulmanes está bien, pero de los cristianos no. O de los nazis sí, pero de los demócratas no. O de la señora (por decir algo) Le Pen sí, pero de Obama que es negro no.

Pues lo siento pero no estoy de acuerdo. La libertad de expresión debe ser absoluta o no ser. Y debe serlo por la sencilla razón de que, si no es absoluta, dependerá del momento, del lugar y de lo que se le ocurra al legislador de turno hasta dónde la permitimos llegar y eso hará que unas cosas nos sigan pareciendo intocables y otras no, introducirá el relativismo moral, las costumbres del lugar, el de esto sí, pero de esto ni se te ocurra reírte. Y nadie, salvo esos dioses inventados, está en posesión de una inefable vara de medir que permita separar el trigo de la paja. Nadie puede permitirse perder una verdad, con la excusa de habernos salvado de mil mentiras.

Es una mera ponderación de derechos: ¿honor o libertad de expresión? Yo me quedo con la libertad de expresión. Simplemente ella ha hecho más por la civilización. Quiero vivir en un mundo en el que alguien pueda decir que mis textos son una mierda y yo un imbécil. Quiero vivir en un mundo en el que yo pueda reírme de lo que me apetezca y que nadie me mate o encarcele por ello. Quiero ser libre. Y quiero que nadie pueda limitar el pensamiento, pues por horrible que pueda llegar a ser, de él dependemos para dejar de ser los monos locos, bárbaros y salvajes que aun somos.