Las reglas que rigen las leyes del mercado siempre me han parecido incomprensibles. Nunca he entendido por qué una Coca-Cola cuesta más que una naranja, si no se necesita tierra, ni árboles, ni lluvia ni sol para fabricarla. La Navidad es otra de las grandes confabulaciones en la que todo el mundo acaba participando, aunque nuestra única función se reduzca a comprar y a consumir. Lo vi claro el día de Nochebuena al descubrir en casa de mi hermana un tapete bajo el árbol exactamente igual que la manta con la que mi abuela abrigaba la masa de las tortas en la artesa la noche antes de llevarlas al horno. Aquellas tortas se ponían duras a los pocos días, pero había que comérselas igual. Por eso siempre he visto esta fiesta como uno de los preparativos del invierno: el propósito no era sólo comer, sino llenar la despensa para aliviar las mañanas de frío con el poder del azúcar y la almendra.