Llegan las fechas en las que muchos dejan de lado la misantropía a la que parece nos ha abocado la difícil situación económica, o la propia vida (cada uno tiene sus razones) y retoma un espíritu más afable, pese a que tenga algo de utópico y condescendiente empezar así un artículo de opinión. De vez en cuando hace falta desengrasar la hosquedad, aunque sea por razonables motivos de salud, porque tantos meses de tensión tampoco pueden ser buenos. Nuestro políticos nos están ayudando en esta tarea pasajera. La práctica totalidad de los ayuntamientos de la Región están cerrando el ejercicio con plenos en los que aprueban, de cara al próximo año, una importante rebaja de los impuestos y tasas municipales y un notable incremento en el capítulo destinado a obras e inversiones. Benditas elecciones de mayo. O bendita esencia navideña que ha inundado las conciencias de nuestro gobernantes, como por otra parte ocurre siempre justo cada cuatro años. El Ejecutivo regional también se esfuerza en darnos alegrías que ya tendremos tiempo de sufragar, si podemos, cuando llegue el momento. (No haremos comentarios en esta ocasión y en este punto del aeropuerto de los Hermanos Marx).

Hace unos días, la decisión de un hombre bueno se convirtió en una de las noticias principales de un país que cada vez necesita más hechos similares para sobreponerse. Pedro Angelina, un nigeriano de 35 años que vende pañuelos en un semáforo de Sevilla cuando no está en la Facultad de Medicina concluyendo sus estudios, devolvió una cartera con 3.150 euros que se le había caído a una persona del coche. «La gente me dice que soy tonto, pero soy bueno», declaró, abrumado, ante la notoriedad que adquirió su gesto. No creo que haya nadie más libre que quien cumple con su conciencia. En el fondo, creo que estas personas no tienen miedo a la vida, aunque la vida se empeñe en maltratarlos a ellos. Tal vez sea este el rasgo que mejor define al valiente.

Los monstruos de Pakistán. A la hora en que dejaba a mi hijo a la puerta de su colegio de Cartagena, después de darle un beso y desearle el mejor día, otros padres, a miles de kilómetros de distancia, hacían lo propio, con la diferencia de que varias decenas de ellos nunca más iban a ver más sonreír a sus hijos.

Unos despreciables monstruos con forma humana se iban a encargar de que estos padres supieran a qué sabe y huele el dolor más infinito del mundo, tal es como me imagino la pérdida de un hijo pequeño. Las fotografías de los cadáveres de la edad de mi hijo con uniformes escolares me rompieron. ¿Qué puede pasar por la mente de alguien capaz de semejante atrocidad? ¿Cuánto odio tiene que albergar alguien para disparar contra decenas de críos en clase?