Se acercan los días de las grandes nevadas tradicionales en Murcia. Entre los huertos cubiertos por un metro de nieve, bajo la torre de una catedral blanca, entre las palas con que los murcianos abren cada año pequeños pasillos para moverse en la espesura del manto nacarado, con la montaña de la Fuensanta surcada por los esquiadores que desde todas las pedanías se desploman hacia la ciudad nívea, con sus trajes huertanos de piel de foca y fajas de osos polares, al fin, se dispone a hacer su entrada Papá Noel. Nada más propio de esta ciudad de nieves eternas que Papá Noel. Hasta sus frescos veranos recuerdan al gran San Nicolás de las Nieves, el Papá Navidad de los franceses, el Santa Claus de los americanos del norte. Resultaba imprescindible que el Hombre de la Barba Nevada sustituyera en el imaginario de los niños murcianos a esos Reyes Magos venidos de un desierto que nada tiene que ver con el clima de estas tierras. Era un engaño. Se hacía creer a los niños que vivían en un país de secarrales, sed y tierras agrietadas, cuando lo natural en el vergel murciano es su proximidad a los polos, su norteñez. Murcia es verde y blanca, como mi Betis, y lo que haya más allá de La Ñora nunca interesó demasiado por aquí. Tenía que intervenir el Ayuntamiento. Y lo hizo. En los próximos días veremos a Papá Noel recorrer la ciudad con sus trineos. Habrá trineo directo a La Arrixaca, que todo el mundo tiene derecho a que se le joda el tráfico y en los semáforos dé tiempo a consultar el Espasa. Y luego tendrá su casa, La Casa de las Nieves y los Renos, tan habituales entre Nonduermas y El Esparragal, situada en el centro de la ciudad. De la ilusión. Al y al cabo, eso es la política, sostener la Ilusión.