Tendría que ocurrir un cataclismo. Un cataclismo mayor que este que, como lluvia fina, nos moja las espaldas día a día desde que empezó la dichosa crisis acompañada de la fanfarria de frases contundentes como aquella de que los españoles habíamos vivido «por encima de nuestras posibilidades» o aquella otra de que, de nuevo los españoles, teníamos que «trabajar más y ganar menos». Con estas frases se aludía a los españoles decentes, a los que pretendían incrementar sus posibilidades de bienestar mediante su trabajo, mediante su esfuerzo.

Por supuesto, los españoles decentes vivieron con sorpresa e incredulidad lo que se les había venido encima. No sólo tuvieron que cambiar de perspectivas vitales, tuvieron que renunciar a sus derechos laborales y a los sueños de una vida mejor, muchos se encontraron en las listas del paro y algunos se vieron arrojados a la calle.

Ahora nos cuentan que España es la admiración del mundo, pero aquí, en el mundo real, en nuestro mundo, no se nota. La mayoría de los que ingresaron en las listas del paro, siguen en ellas y los que ya no están es porque se han cansado o se han ido o aceptan trabajos en condiciones indignas.

Lo peor de todo, el colmo, es que al mismo tiempo que la masa trabajadora era hundida en la miseria, se iban destapando casos de corrupción en los que figuraban, no por casualidad, casi uno por uno los nombres de aquellos que nos decían que teníamos que apretarnos el cinturón. Es lógico que el descubrimiento del expolio del dinero público que muchos de los próceres de la economía, de la judicatura y de la política practicaron y practican a sus anchas despierte indignación y genere desconfianza, pero, hay que reconocer, que tal descubrimiento nos aclara las cosas: ya podemos comprender por qué nos decían lo que nos decían.

¿He dicho en el punto anterior que lo peor es que nos roban mientras nos empobrecen? Pues rectifico. Eso no es lo peor. Lo peor es que tenemos la certeza de que todos esos ladrones de guante blanco quedarán impunes. Es una certeza basada no sólo en la experiencia empírica de casos anteriores sino, sobre todo, fundamentada en la evidencia de que la corrupción alcanza a los cimientos del sistema.

La corrupción individual resulta inevitable porque siempre habrá personas que se vendan para obtener un beneficio a cambio, pero un sistema limpio puede detectar a tiempo la corrupción, actuar eficazmente para frenarla y castigar al culpable. Nuestro sistema, en cambio, no sólo no detecta a tiempo ni actúa eficazmente ni castiga a los culpables sino que castiga y expulsa a quienes pretenden ir más allá de lo que interesa al sistema. Los ejemplos de los jueces Garzón y Silva son suficientemente clarificadores.

Los españoles decentes hemos soportado estoicamente la desposesión de nuestros derechos laborales, el desmantelamiento de la educación y de la sanidad pública y todo tipo de recortes en el Estado social y de bienestar. Ahora, como consecuencia de todo ello nos encontramos en un estado de malestar social y, además, ahora también sabemos quienes son los culpables.

Los culpables no son los trabajadores de la Sanidad que se contagian de ébola; no son los preferentistas que exigen que se les devuelva el dinero estafado, ni los desahuciados que no pueden pagar la hipoteca, ni los trabajadores en paro que sobreviven trampeando, ni los inmigrantes que se defienden a patadas de los vigilantes fronterizos; tampoco lo es Excalibur y muerto el perro no se acabó la rabia. Los culpables son los que están en las cúpulas del poder gastándose nuestro dinero con tarjetas opacas y riéndose de nosotros. Esos a los que desde Podemos llaman, cada vez más creo que con razón, la casta.

Tendría que ocurrir un cataclismo para que los que forman parte de la casta económica, de la casta política y de la casta judicial sintieran vergüenza, pidieran perdón y devolvieran a los españoles decentes el bienestar que nos han arrebatado. No lo harán mientras se sientan seguros en sus poltronas. Pero debajo de sus poltronas, no lo olvidemos, estamos nosotros, sosteniéndolas.