Siempre he envidiado a los de facilidad de palabra capaces de venderle un hielo a un esquimal; esos que dicen «si me dejan hablar no me ahorcan». Pujol, sin entendérsele si larga en catalán más que a trompicones de españolismos, es uno de ellos porque además es un gran gesticulador y con ello nos hace culpables de su desvarío a quienes le vemos aunque sea de pasada obligada, en los periódicos o en la televisión. Nos dice, hoy mismo sin ir mas lejos, que el dinero fugitivo era una herencia de su padre colocada en Andorra por si había que huir; no quiero pensar que juega con los españoles a sentirnos en la lástima de su larguísima experiencia pendiente del hilo del franquismo más reaccionario; de una transición al borde del peligro de exilio. Mala conciencia, encima, no, por favor.

Pujol no fue honorable cuando era presidente ni ahora; estos seres sin escrúpulos en lo político y en lo social, que han disfrutado hasta los confines de lo que representa el dinero y su posesión son, además, descarados. No se avergüenzan ante un país sufriente como el nuestro, con los contenedores rebuscados en la caza de la manzana medio podrida. Cataluña, hermosa ella, cercana a la Europa en la que creíamos, esquilmada por unos elementos tan energúmenos como insignificantes de cuerpo y dicción, parte de España, no se merece estos tipos siniestros, caricaturizables. Me acuerdo ahora de Els Joglars, cuando los veíamos en la Transición con aire de exageración ¡y se quedaban cortos! Y Albert Boadella nos parecía un cómico insurrecto y al teatrero no le servía la boca grande para la denuncia. Porque todos nos tragábamos lo que nos decían hasta las entrañas sin rechistar.

Al exhonorable le ha querido echar una mano otro que tiene por qué callar y mucho, instalado como está, en la fantasía de una contabilidad de euros que no deja tiempo para ir al baño. Su avalista ha sido Felipe González, y uno se estremece al pensar en el día aquel, maravilloso de amanecer, que fuimos a la Hacienda Pública diciendo: «Queremos pagar», «queremos regularizarnos», hacer grande el país. Ingenuos.

Los Pujol, como la infanta Cristina y su marido Urdangarin, miran la jurisprudencia creada por Botín, del que no he escrito por respeto a su muerte, para devolver unas monedas de nada y salvar así la decencia deteriorada e irrecuperable, por lo menos para mi modesto punto de vista de pobre empedernido. No es bastante, no lo es por una elemental justicia y verdadero sentido común. Da vergüenza entender el catalán de Pujol: El hereu.