Vine al mundo en noviembre de 1981, lo que significa que mis padres tuvieron que concebirme -día arriba, día abajo- cuando Tejero asaltó a punta de pistola el Congreso de los Diputados. Cuando ha salido en casa el tema del 23-F, mis padres siempre han recordado la angustia que sintieron ese día de autos, que solo se vio aliviada tras la aparición en televisión del rey Juan Carlos para, después de muchas horas de incertidumbre, silenciar el ruido de sables. Así, con independencia de que luego la Historia confirme las sospechas que hay sobre ese golpe de Estado y el papel de Juan Carlos, es posible que deba mi nacimiento al sosiego que el monarca dejó aquella noche loca en mis progenitores, aunque, es obvio, ni lo he preguntado ni lo preguntaré jamás. Lo cierto es que la figura del rey me despertó siempre cierta simpatía, aunque eso de los privilegios de sangre me parece caduco e insostenible, que diría un recordado líder político regional. Ahora, ante el debate sobre el modelo de Estado, reconozco que me enfrento a veces un dilema moral. Lo que tengo clara es una cosa: que por mucho se proclame la república y se instaure el himno de Riego para que suene tras cada victoria de Nadal en París, seguirá habiendo ricos y pobres, buenos y malos. El hombre, monárquico o republicano, siempre será un lobo para el hombre.