Perdone que le moleste, pero el otro día le dije a mi superior al mando, tras pasar el rato releyendo mis últimas crónicas en el avión que me llevaba a Sudamérica por asuntos de desparpajo, que me veía en la obligación de cambiar radicalmente mi forma de escribir si quería seguir contando cosicas. Pude comprobar, un tanto asombrado, cómo se me estaba yendo la pinza con los últimos artículos salidos de mi plumón en este loable rotativo. Me estaba volviendo un terrible protestón. Necesitaba a la voz de ¡ya! un imperioso y rápido cambio de actitud o esto se iría al traste. Daba la impresión de que estaba cabreado con el mundo con ira y desidia infundadas. Debería de empezar a escribir sobre la utilidad de los bienes terrenales y dejar de criticar lo que nos enciende a la mayoría. Es curioso cómo puede llegar a reflejarse el estado de ánimo en cualquier actividad que uno realice, ya sea en la escritura semanal o en el voto por correo.

Buscando una explicación a mis enojados escritos, dilucidé que tal desasosiego era debido seguramente a que me fui como el baúl de la Piquer y tuve que dejarme los artículos terminados, antes de mi dolorosa partida como la madre de Marco, para que no se me pegara el arroz. Aunque, mirándolo bien, con las últimas columnas prácticamente me he ahorrado una pasta en psicoanalistas, ya que me he quedado más a gusto que un arbusto. Por cierto, los más reputados y cansinos son argentinos y cuestan un ojo de la cara, que son psicoanalistas pero no gilipollas. Así que para desahogarme me van a permitir que les cuente unas anécdotas de mi experiencia de altos vuelos.

La primera y más graciosa tiene lugar en el aeropuerto de Barajas. Nada más facturar, nos dicen reiterativamente que es un vuelo muy especial, que sólo nos pueden asignar asientos desde la mitad del avión hacia atrás. No nos dan más información. Acto seguido, mosqueado perdido, contacto con un familiar directo del consulado y me dice que le huele a un traslado de presos o algo por el estilo. Pero no, el caso es que el vicepresidente del país y su séquito decidieron a última hora viajar con nosotros y que necesitan medio Boeing para poder estirar las piernas. Más de cien asientos, contando bussines class para doce personas y el resto, los que pagamos nuestro billete transoceánico, atrás como sardinas en conserva en un vuelo de doce horas y media. Se nota que son comunistas, en cuanto llegan al poder se desprenden del tufo guerrillero y se suman a los placeres de la carne los hijos de la gran fruta. Les pica el gusanillo de la corrupción hasta la muela del juicio. Es más, el vuelo sale con una hora y media de retraso porque el protocolo exige un menú especial de autoridades. Me da en la pinocha que el vice y su séquito se cenarían gambas de Garrucha esa noche mientras yo me peleaba con el pollo y la yuca . Tócate la travesera.

Al entrar a la aeronave, busco mi asiento, el C. Me dispongo a colocar mi troley en el portabultos superior de mi plaza y veo que está ocupado. La señora de atrás me pregunta enojada que cuál es mi asiento. En vez de mandarla a tomar por zulo por haber ocupado mi portabultos, me callo, cuento hasta diez y busco otro contenedor para dejar el troley. La muy jeta había subido al avión medio Primarkt para revenderlo en Monolandia. Se pensaba, tal vez, que era la primera vez que me subía a un avión. Lo que olvidé fueron los manises para que se relajase y me dejara en paz el resto del viaje.

La siguiente anécdota, y no por ello menos simpática, es la relativa a la tripulación de cabina. La compañía sudamericana subcontrata tripulaciones norteamericanas provenientes de la extinta TWA, todos muy educados, muy oscuros y muy americanos. No hablan castellano. Otra más para bingo. Es como si en Iberia las azafatas, en vez de español, hablaran alemán, para que usted me entienda.

Nada más cerrar puertas, le pido una almohada al sobrecargo y me dice que las ha dado todas a Primera Clase. Me quedo con cara de póker y le pregunto si es que van a hacer una guerra de almohadas la media docena de caraduras que van delante. Me sonríe con cara de gilipollas y me dan ganas de darle una oblada a lo baterflay pilóu.

El caso es que, unas vez acomodados, por decir algo, en nuestros respectivos asientos, la señora boliviana que ayuda en casa ajena y se va de vacaciones de Semana Santa a su país con su hija pequeña de unos cinco o seis años y las piernas con párkinson de esta, empiezan a darme en los riñones cada tres minutos. La niña del exorcista no tiene aún conocimiento, pero la madre se supone que sí. Le digo que, por favor, se ocupe de la criatura, que haga que su encantadora niña meta los pies en salfumán o en cemento antes de presionar mis riñones, pero me sonríe con cara de imbécil. En vez de jincarme en el Dios inca, me relajo, me acuerdo de lo que prometí y cuento hasta cien hasta que me calmo.

Por todo ello, podría escribir sobre aniversarios que es más relajante. Por ejemplo, un día como hoy nació Uma Thurman, pero con el carácter que tiene la moza me saldría la crónica aún más guerrera. O André Agassi, que también nació un 29 de abril, pero otro que tal baila. Le montaba buenos pollos al juez de silla. Así que, con su permiso, seguiré con lo mío.